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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Sol - 31/1/1990
Es frecuente que un libro nazca de una imagen. La tabla de Flandes nació en un coche-cama, a la luz de una pequeña lámpara de cabecera,
entre las páginas de un libro de problemas de ajedrez. De pronto, lo
vi. Una partida que se juega hacia atrás, una joven bella y silenciosa.
Y un misterio. Un cuadro. Un cuadro flamenco, del siglo XV, en el que
dos personajes juegan una partida. La partida de ajedrez. Un enigma
desvelado quinientos anos mas tarde. Quis necavit equitem.
Quién mató al caballero. El mundo de la pintura, el arte como enigma,
la vida como juego. Una mujer atrapada por un cuadro. Y un jugador
oculto, misterioso, omnipotente. Había música allí, además de pintura.
Notas que se repetían, empezando de nuevo una y otra vez. Como un
dibujo de Escher. Y un tablero con las casillas cambiadas, llenas de
trampas que desorientan al jugador. El foso en lugar del puente, la
cárcel en vez de la posada, la muerte escondida en el jardín... Ya no
pude conciliar el sueño aquella noche, entre el traqueteo de las vías,
en la estrecha litera del coche-cama. Pasaron dos años antes de que
lograse conciliarlo de nuevo.
La tabla de Flandes es, ante todo, un
minucioso juego en el que casi nada es como parece ser. Al principio,
cuando trabajaba en el esquema de la novela y todo era aún lo bastante
nuevo como para divertirme, reía a solas poniendo espejos en lugar de
ocas, sembrando trampas, trucos e inversiones. Alicia, Poe, Holmes,
Aquiles y la tortuga, Bach, Scaramouche y el capitán Garfio, entre
otros, tuvieron a bien echarme una mano. Van Eyck y Campin, por su
parte, son responsables de que La partida de ajedrez, y su
autor, Pieter van Huys -busquen en las enciclopedias: Brujas,
1415-Gante, 1481-, pertenezcan a la escuela flamenca del siglo XV.
Ellos, mejor que nadie, me convencieron de que cualquier escena
inofensiva y doméstica puede encerrar simbolismos ocultos, misteriosos,
sentidos que escapan al observador, como la misma vida, como un enigma
a resolver. Igual que la música, la literatura, el ajedrez, los
problemas de lógica o los números enteros.
En La tabla de Flandes, como en mis otras
novelas, la Historia está presente. Incluso toda la trama argumental,
en cierto modo, se apoya en ella, en cimientos de cinco siglos. Pero no
he escrito una novela histórica. Corno tampoco lo era, desde mi punto
de vista, la lucidez que proporciona la guerra, la línea de sombra
franqueada por un joven soldado en El húsar, o la estética
asumida como ética, las virtudes clásicas como refugio moral de un
hombre que es el último de su especie y lo sabe, en El maestro de esgrima.
Lo que ocurre es que para mí la literatura siempre vino dc la mano de
la Historia, porque aprendí a leer con Walter Scott, Dumas, Stevenson y
Galdós. También influyen elementos de educación y carácter. Yo vengo de
un mundo donde tradiciones familiares, un cuadro en la pared, unos
galones de capitán en una urna de cristal, un manuscrito amarillento,
tenían un sentido, significaban algo. Tal vez por eso me gustan los
libros en cuyo interior encuentro otros viejos libros con letras
doradas sobre lomos de piel, música suave, a tono con grabados en las
paredes, gente educada incluso cuando es perversa, palabras cuyo sonido
escuchaba en boca de mi abuelo o de mi padre y que ya no oigo en parte
alguna. Ouizá por eso en mis novelas siempre despuntan de una u otra
forma, corno telón de tondo, esos mundos, esos ambientes. Por el
instinto de conservarlos en el tiempo y la memoria.
El periodismo viajero ha colmado una parte de mi vida:
la necesidad de acción, el movimiento, la guerra. La literatura, la
novela, siempre fueron mis grandes cazaderos, las praderas verdes y
mansas en que me refugié cuando estaba cansado, cuando quería olvidar
la tormenta que rugía alrededor. También es -o al menos eso espero- mi
futura vejez con dignidad; el único refugio posible cuando se ha
sobrevivido. Pero peregrinar, al Finis Terrae o a donde sea, sólo vale, creo, si se hace paso a paso, cumpliendo las
reglas, sin ahorrarse ninguna de las casillas; con los riesgos,
incertidumbres y satisfacciones que eso implica. Y es importante eso de
las reglas: obligan a mantener cierta compostura, lo que nunca está de
más. Además, las reglas, sean en una carga de caballería, un combate de
esgrima, una partida de ajedrez o en la construcción agotadora de una
novela, ayudan a ordenar ideas, a estructurar elementos. Incluso cuando
se rompen: cuando se miente, cuando se falsea, cuando se hacen trampas,
todo es más fácil si se hace según ciertas reglas. Y mucho más
divertido.