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Textos del escritor aparecidos en diversas publicaciones. El cementerio de los barcos sin nombre.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 30/5/2003
El escritor fue galardonado el día 1 de abril de 2004 con el XXIX Premio González-Ruano de
Periodismo por este artículo publicado en el suplemento dominical "El Semanal".
Murieron en Iraq hace unas semanas. No sé si cuando esto se publique
habrá alguno más. En cualquier caso, españoles o no, seguirán muriendo;
en ésta o en la siguiente guerra. Eso nada tiene que ver con la
ingenuidad de quienes sueñan con un mundo perfecto, ni con la obscena
demagogia de quienes convierten en votos cada niño quemado y cada
muerte. Ninguna guerra es la última, porque el ser humano es un
perfecto canalla. Y para contar lo más brutal de esa infame condición
humana, seguirán muriendo periodistas.
No conocía a Julio Anguita Parrado ni a José Couso.
Eran jóvenes, y yo me jubilé después de los Balcanes; donde, por
cierto, enterramos a cincuenta y seis colegas. No sé qué llevó a Julio
y José hasta el misil o la granada que los mató, aunque puedo
imaginarlo. En cuanto a por qué murieron, debo decir lo que creo: que
murieron porque querían estar allí. Fueron voluntarios a un lugar
peligroso, y el padre de Julio Anguita lo resumió con una entereza
admirable: "Mi hijo murió cumpliendo con su deber". Punto. Hacían un
trabajo duro, y salió su número. En la lotería donde se combinan el
azar y las leyes de la balística, les tocó a ellos. Suma y sigue. El
resto es demagogia y literatura.
Por qué estaban allí, supongo que es la pregunta. Por
qué cerca de la línea de fuego, como Julio, o filmando asomado a una
ventana en plena batalla, como José. No por dinero, desde luego. Ni por
amor desaforado a la información y a la verdad. Tampoco, como he oído
decir estos días, por amor a la humanidad, para detener con su
testimonio las guerras. La milonga del periodista buen samaritano es
una tontería. Ni siquiera Miguel Gil Moreno, a quien han estado a punto
de beatificar desde que cascó en Sierra Leona, iba por eso. Uno ayuda,
claro. Lo hace cuando puede. Incluso a veces piensa que su trabajo
puede cambiar algo. Pero de ahí a que un reportero sea un filántropo,
media un abismo. En veintiún años de oficio no encontré ninguno así. Al
contrario. Nunca conocí a un reportero que al sonar el primer cañonazo
no sintiera la excitación, el hormigueo, de quien empieza una aventura
peligrosa y fascinante. Luego vienen los años, la reflexión y la
experiencia. Te asustas y no vuelves; lo sigues, y te matan o te haces
una reputación.
Mientras, en tu corazón cambian algunas cosa.
Descubres responsabilidades y remordimiento Pero eso ocurre después.
Digan lo que diga quienes no tienen ni idea del asunto, lo que lleva a
un periodista a sus primeros campos de batalla es poder decir: estuve
allí. Pasé la más dura reválida de mi perro oficio.
Hablar de asesinatos particulares en una guerra donde
mueren miles de personas es una incongruencia. Montar el número de la
cabra en torno a la muerte de un reportero -aparte el respetable dolor
de familia y amigos-, es insultar la memoria de un profesional valiente
que ha hecho su oficio con impecable dignidad, pagándolo con su
pellejo. Por supuesto, cuando un tanque lo mata hay que procurar
reventar al cabrón del tanque, si se puede. Pero con realismo, no con
retórica idiota. Un combate, una batalla, son un caos de miedo,
incertidumbre y bombazos, y nadie puede esperar que la gente se
comporte con humanidad o cordura. Quien se asoma a una ventar a filmar,
lo sabe. Y si no lo sabe, no debería estar allí. El problema con toda
esta demagogia es que al final la gente termina creyéndose eso de la
guerra limitada y las bombas inteligentes, y de tanto oír tonterías a
los políticos y a la prensa del corazón -que esa es otra, el periodismo
basura hablando de compañeros muertos-, al final existe el riesgo de
que los periodistas crean que los ejércitos son oenegés y la guerra un
juego virtual con reglas y principios, y se metan allí creyendo que
alguien va a garantizarles la piel o la vida, que cuando se vaya todo
al carajo detendrán los combates para evacuarlos, o se pedirán
responsabilidades morales y económicas al marine con fatiga de combate
y gatillo fácil, o al negro que le rebane los huevos con un machete.
Por eso me inquietó que el otro día un telediario anunciase que el
Ministerio de Defensa español comunicaba que no garantizaba la
seguridad de los periodistas españoles en Bagdad. Naturalmente. Ni el
español, ni el norteamericano, ni nadie. Claro que no. Ni en Bagdad, ni
en Sarajevo, ni en Saigón, ni en el saqueo de Roma, ni saliendo del
caballo de madera, en Troya. Las guerras son, a ver si nos enteramos,
peligrosas y putas guerras. Nos ha vuelto tan estúpidos que de
semejante obviedad hacemos una noticia.