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Noticias sobre Arturo Pérez-Reverte y su obra. Entrevistas.
TULIO DEMICHELI | ABC - 20/11/2005
El creador de Alatriste publica «No me cogeréis vivo», la recopilación de
los artículos que han aparecido los últimos cinco años en "El semanal".
«Lo mío es una mirada sobre el mundo, a veces un pensamiento, otras un
cabreo, pero siempre un ajuste de cuentas». No deja títere con cabeza.
MADRID. «Mira quién entra», dice Corina Arranz. Es Arturo
Pérez-Reverte quien cruza la puerta del café Gijón. Trae un libro en las
manos y se detiene frente al despachillo para saludar a Alfonso, el
cerillero que ha vendido tabaco y visto pasar la vida desde allí, con su
batín azul, siempre descorbatado, durante los últimos treinta años. El
Gijón ya no sería el Gijón sin Alfonso, el cerillero anarquista, culto,
incluso autor. Se incorpora y se saludan con familiaridad. Hojea el
libro que le ofrece y sonríe: está dedicado; luego Pérez-Reverte le
busca las páginas que él protagoniza. En fin, su amigo Arturo ha venido a
traerle «No me cogeréis vivo» (Alfaguara), recopilación de los
artículos que desde hace muchos años publica en «El Semanal» y que acaba
de salir.
Nos acercamos a saludarles y Pérez-Reverte se jacta con orgullito de
buen cumplidor: «No he fallado ni un solo domingo. Cuando era reportero
dejaba escritas ocho o nueve columnas si me iba de viaje. Cada cinco
años las reúne mi amigo José Luis Martín Nogales, aunque no todas,
serían demasiadas». Luego, nos desanima: «Nada de entrevistas, no le
quiero hacer promoción». Entonces, Alfonso intercede y no hay mejor
intercesor. Cuando Alfonso asistió invitado a su discurso de ingreso en
la Academia, y se puso corbata, además le tocó sentarse junto a Jesús de
Polanco. Aquella gloriosa tarde el cerillero anarquista, culto y aun
autor le dio al gran empresario «una brasilla libertaria de la leche»
-como se cuenta en el libro-. Y claro, Pérez-Reverte acepta.
-¿Considera sus artículos semanales como periodismo literario?
-Periodismo es lo que hace Raúl del Pozo, un columnista que habla de
la realidad, de la política. Lo mío es una mirada sobre el mundo, a
veces un pensamiento, otras un cabreo. Es un ajuste de cuentas semanal.
Un ajuste muy subjetivo; no pretendo para nada informar, ni educar, ni
transmitir, sólo expresar según esté cabreado, feliz, simpático o de
mala leche. Por eso digo que no es periodismo. La columna es un
ejercicio de literatura que utiliza el periódico como medio. El
periodismo es una cosa tan seria, tan cabal, tan concreta, tan
nobilísimamente objetiva que no tiene ninguna vinculación con lo que
hago.
-Habiendo practicado tantos años la profesión, ¿no tiene mono de
guerras, catástrofes y grescas políticas; mono de actualidad nacional e
internacional?
-Yo me asomo a la realidad cuando me apetece y por eso tengo lagunas
enormes de la actualidad internacional. No sé, por decir algo, a mí «la
crisis económica de Alemania» me importa un pimiento. Cuando leo un
periódico me fijo en algo que me llama la atención en ese momento. Mis
opiniones no son en absoluto útiles a mis lectores en cuanto a que
constituyan juicios objetivos de la actualidad. Soy un tipo que está
emboscado en la literatura desde hace quince años. Y en el mar. Navego y
escribo. Y desde esa lejanía, a veces hablo de cosas porque siento
curiosidad o porque de alguna manera me afectan. Nunca jamás hago un
«seguimiento» de «la actualidad». Nunca podría intervenir en un debate
de televisión o en una tertulia de la radio para opinar sobre Irak o la
«crisis económica en Alemania». Yo soy un novelista y hago ficción. Y
como escritor me da igual quién gobierne, que el ministro de Economía
sea Solbes o cualquier otro, que Acebes esté en la oposición o sentado
en el banco azul. La única faceta pública mía es la de un escritor que
está opinando como escritor.
-¿No cree usted que los escritores deban tener un compromiso político,
ideológico o social?
-Es un error grave pedir a los novelistas que asuman compromisos
públicos. Rechazo cuando me piden vincular mi trabajo, mi vida, mi
pensamiento con la realidad inmediata. Puedo hablar de ella, pero nada
me obliga ni a serle fiel. Yo soy un novelista de infantería, normal. En
cambio, José Saramago -que es muy amigo mío y le respeto- sí tiene un
compromiso político que le trasciende y lo proclama; y por ello, una
obligación moral con ese compromiso.
-Dentro de 300 años..., ¿quién se acordará de qué era ser comunista o
popular?
-¿Y quién de mi literatura?
-Apenas nadie se acuerda de Gorki, considerado en su tiempo un
inmortal; en cambio, hoy seguimos leyendo a Dumas y a Dickens porque
siguen divirtiéndonos y conquistan jóvenes lectores. A lo mejor, «El
maestro de esgrima» se va leer más que «La balsa de piedra» y Alatriste
será tan famoso como D´Artagnan.
-Yo he visto arder muchas bibliotecas, muchas ciudades bombardeadas, y
he visto mundos enteros irse al carajo con apretar un botón. Eso me ha
liberado de incertidumbres y me ha dado seguridad. Qué paradoja más
grande: una de esas seguridades es que da lo mismo. Hay gente empeñada
en construir obras literarias, acueductos o catedrales con la intención
de pervivir. Están equivocados. Todo es más simple: yo escribo, tengo
una biblioteca y navego. Ésa es mi vida, me basta y me sobra. Pretender
universalidades, trascendencias, reconocimientos...
-Vivimos en estado de perpetua agitación desde el Prestige, 11-M y
vuelco electoral mediante; la crispación política ahora es mayúscula con
tantos pleitos abiertos, algunos muy graves: los Estatutos, la
enseñanza, la negociación con ETA, los nacionalismos independentistas; y
otros, más remotos, que resucitan de la guerra civil, y aún de antes. Y
se duda de España... ¿Qué nos pasa a los españoles?
-Lo que pasa desde hace cuarenta años es que estamos perdiendo la
memoria o manipulándola de una manera infame. Y estamos pagando el
precio; si un país es una catedral y la gente son las piedras, la
historia es la argamasa. Sin argamasa no hay piedras que valgan. Cuando
se habla de «recuperación de la memoria histórica» sólo se recuperan los
últimos setenta y cinco años. Y yo me refiero a tres mil años. Y ése es
un pequeño matiz. Sin ningún complejo: esto es Grecia, más Roma, más la
latinidad medieval, más el Renacimiento, más el Barroco, más América
con naves españolas en ida y vuelta, más la Ilustración, más la Europa
de las ideas, las libertades, la Revolución Francesa y todo eso. Esto es
un resultado de tal cadena. En el momento en el cual se escamotean los
eslabones, en el momento en el cual se ocultan los momentos de ese largo
proceso, se está eliminando todo aquello que da unidad y que es
vertebrador.
-Ése también era el «problema» para Ortega.
-Que a mediados del XVII hubiera una guerra con Cataluña, eso es una
anécdota dentro de un marco más general que se llama Mediterráneo,
Europa, cultura... un marco mucho más amplio y al que todos estamos
sometidos. Y ésa es la cuestión. Cuando niegas los cauces generales,
cuando impides que las generaciones jóvenes conozcan las fuentes
generales, desbordas el río y no hay manera de mantener esa vinculación
vertebradora, ya no de España, sino del mundo en el cual vivimos. Nos
estamos jugando el futuro. Y a eso hay que añadir la estupidez, la
demagogia y el cantamañanismo. Es lo políticamente correcto, el no
atreverse nunca a llamar a las cosas por su nombre. Estamos en manos de
analfabetos culturales y de cantamañanas y eso es muy peligroso. Y no
hablo sólo de este Gobierno, porque el PP, cuando ha estado un montón de
años en el poder, ha sido tan cantamañanas como antes lo fue, y está
siendo ahora, el PSOE. En fin, todo esto provoca que se sea muy
escéptico ante palabras que antes tenían sentido.
-¿Como cuáles?
-Como dignidad, conciencia, solidaridad..., como España. Hay una cosa
que no le perdono ni a la derecha ni a la izquierda. Que la izquierda
haya dejado la idea de España como patrimonio exclusivo de la derecha y
que ésta haya abusado de ello. Cierto, el franquismo contaminó la
historia de España: le puso camisa azul al Cid, a los almogávares y a
los Tercios de Flandes; pero cuando cambia el régimen, en vez de purgar
la memoria de esa contaminación, lo que se hace es decir «cómo está
contaminada», y entonces se la tira por la ventana, se barrena, se
aplasta, se aniquila; con todo lo cual nos dejan indefensos. Y entonces,
¿qué pasa? Palabras contaminadas por el franquismo, como España, se
dejan en manos de la derecha y a partir de ahí, todo lo que tiene que
ver con patria, con bandera, con historia, con tradición en su sentido
más noble, nos suena a derecha, y claro, es malo y sospechoso... Han
conseguido que sea «sospechoso» todo lo que tiene que ver con nuestra
memoria. Y en eso, insisto, han sido tan culpables el PP como el PSOE.
Entre todos nos han desmantelado. Que alguien diga que la palabra España
es franquista cuando «Hispania» nombraba a la provincia romana es
ridículo.
-Además de esa amnesia, ¿qué otros factores deterioran nuestra vida
política?
-Yo no tengo nada contra los abogados, pero es que estamos en manos de
ellos. Casi todos nuestros políticos lo son y muchos manifiestan lo
peor de la abogacía: el leguleyismo. Además, hay una profunda incultura
parlamentaria. No creo que muchos diputados hayan leído un solo discurso
de Cánovas, Sagasta, Prieto, Azaña, Gil Robles o Calvo Sotelo.
Desconocen la tradición parlamentaria de la Restauración y de la II
República. Estamos en manos de unos políticos que están haciendo una
España virtual que no tiene nada que ver con la realidad. Si paras en
cualquier taberna de pueblo o cualquier bar de carretera, allí donde
haya trabajadores, te das cuenta de un divorcio absoluto. Se han
construido una España política sólo para ellos, en la cual medran y se
acuchillan, aunque luego se van a comer juntos tras el número
parlamentario. Y esto es indignante.
-Cuando los federalistas del PSC olvidan que el Estado federal no es
plurinacional -eso no existe: ni lo es EE.UU., ni Alemania, ni Italia-,
sino un Estado único y central; y se enredan con los nacionalistas, que
sí creen en un Estado único y central, pero independiente de España
(siguen la idea romántica de que la nación, así sea inventada, exige un
Estado, como recuerda Artola), ¿no alientan un peligroso trampantojo?
-Yo soy jacobino y creo que los estados deben ser fuertes y que la
educación debe ser férrea y medieval. Digo que los estados deben ser
fuertes, no autoritarios ni totalitarios. Entre los jacobinos no hay
nacionalismos posibles, sino un país solidario y a marcar el paso; y el
que no quiera ser libre, lo va a ser a garrotazos.
-Eso decía Galdós en «La Fontana de Oro»...
-Quizá me ha quedado ese resabio galdosiano. En fin, lo que lamento
profundamente es que, a partir del siglo XVIII, en España no se
hermanara, como hizo la Revolución Francesa, la palabra ciudadano con
patria, solidaridad, bien, esfuerzo y memoria común. Aquí no hubo
guillotina para obispos, reyes y aristócratas; aquí siempre se ha
fusilado a los mismos y de manera equivocada.
-Poco después de Trafalgar, episodio que ha novelado, se produjo la
invasión napoleónica, lo cual para usted fue una tragedia, porque la
lucha contra el ejército invasor -que traía «libertad, igualdad y
fraternidad»- se convirtió en una rebelión antiliberal, rechazo que se
prolongará hasta muy mediado el siglo XX.
-Napoleón nos hizo polvo. En España había un movimiento al que se
llamaba «afrancesado» y que reunía a gente como Moratín y Goya, culta,
con ideas renovadoras, y la invasión provocó su aplastamiento. Hay que
decirlo: buena parte de la culpa la tuvimos los españoles, porque no se
trata sólo de que llegara un rey malo que arrasó las libertades
alcanzadas en la Constitución de 1812; sino de que los españoles también
las tiramos por la ventana. Éste era un país tan miserable, tan
cobarde, tan inculto, que cuando recibió una constitución avanzadísima,
concebida en el papel por gente de bien y que le daba libertad, en vez
de levantarse en su apoyo, se unce al carro del despotismo y secunda a
Fernando VII en la persecución del espíritu liberal.
-¿Cómo explicaría esa sumisión?
-Hay una excusa y es que la gente era analfabeta. Nadie le había
enseñado a pensar, estaba en manos de curas fanáticos, de reyes
incapaces y de ministros corruptos. Igual se apuñalaba franceses que
liberales y luego ibas a misa y te absolvían. Pero ya no es así, la
educación es universal y gratuita, existe internet, hay libros de
bolsillo, el que quiera puede acceder a la cultura. Hoy es inculto el
que quiere. El campesino que pegaba fuego a la iglesia de su pueblo y
mataba al cacique en el año 36 quizá tenía una explicación histórica. Ya
no; el que hace caso omiso al progreso y la solidaridad es por
cobardía, por apoltronamiento y por bajeza moral. Cuando gritamos
«¡Vivan las cadenas!» es porque queremos tenerlas. En España nos sigue
dando miedo la libertad responsable, aunque la otra nos encanta... Poder
mearnos en la esquina nos pone.
-Los medios de comunicación, ¿qué pintan en todo esto?
-Los medios igual que hacen el mayor bien cuando denuncian la
injusticia, también hacen el mayor mal cuando, atentos al libro de
estilo de lo políticamente correcto, manipulan la realidad. Reproducen
lo que es la sociedad y luego la sociedad se retroalimenta de ellos. Lo
peor es que hoy no existe el espíritu crítico que hubo en España desde
finales del siglo XIX hasta la II República. ¿Qué gente hay a la altura
de Ortega en la derecha o en la izquierda? España es un país
especialista en perder oportunidades. Entre el 98 y el 36 hubo una gran
oportunidad; de la misma manera que la hubo a caballo de los siglos
XVIII y XIX y que se perdió con la invasión napoleónica y Fernando VII. Y
eso ha dejado un agujero que no se ha podido llenar con nada.
-Cuando antes se proclamaba jacobino, usted dijo que creía en una
educación...
-Férrea y medieval. Y el que no quiera estudiar, a trabajar: a ser un
dignísimo fontanero, un dignísimo albañil, un dignísimo agricultor. La
educación debe ser accesible a cualquiera, pero cuando estudias, hay que
esforzarse.
-La manifestación del sábado 12 denunciaba problemas tan graves como
la pérdida de la moral del esfuerzo, la idea de que estudiar debe ser un
juego, la indisciplina o la pérdida de autoridad de los profesores.
¿Qué piensa de ello?
-El maestro debe inspirar al alumno temor y respeto.
-¿Y admiración?
-La admiración va incluida. El maestro es alguien superior que tiene
un conocimiento superior y lo transmite a los alumnos. Ésa debe ser la
base. A lo mejor ésta es una concepción que ya no tiene que ver con la
realidad, pero es en la que creo. Hablamos de la educación de chicos que
a los veinte años tienen que tener conocimientos elementales de su
cultura, su historia, su entorno. Cualquiera que tenga un hijo en edad
escolar tiene que estar subiéndose por las paredes, y no por las clases
de religión, qué puñetas, sino por el desmantelamiento de la cultura en
todos los órdenes.