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Anotaciones de Arturo Pérez-Reverte. Desde abril de 2012 a marzo de 2014 fueron publicadas en novelaenconstruccion.com
Arturo Pérez-Reverte - 28/12/2012
Neville Magazine. Posted on diciembre 18, 2012 by Nevillescu (por Pablo Batalla Cueto)
La convulsa historia de amor de Max Costa y Mercedes Inzunza dura
cuarenta años; sin embargo, unidos, sus tres fugacísimos choques de
trenes a lo largo de esos cuatro decenios no sumarían más de un par de
semanas. Así son siempre, al menos literariamente hablando, las más
hermosas historias de amor: flores de un día, o deslumbrantes cometas
que atraviesan el firmamento y refulgen allá arriba apenas unos
segundos, antes de que su luz irreal se extinga durante otro par o tres
de milenios. Planetas que logran alinearse durante un suspiro cósmico,
antes de verse arrastrados en direcciones contrarias por la inercia
irresistible de sus propias órbitas. Amaneceres que lo son siendo ya
crepúsculos. Respirar, a la vez, la luz y la ceniza.
Historias como la de aquella anciana que seguía durmiéndose cada
noche contemplando, melancólica, la fotografía del brigadista
checoslovaco que no fue el padre de sus hijos. Rick Blaine e Ilsa Laszlo
en París. Francesca Johnson y Robert Kincaid en Madison County. Laura
Jesson y Alec Harvey en la estación de Milford. Edenes al alcance de la
mano, encerrados tras un muro de realidad, deber y costumbre cuyo
cemento quisiera ser embellecido con la mano de pintura de una de esas
tristezas elegantes que dan sentido a una vida. Nostalgia de lo que
jamás sucedió. «Qué hubiera sido si» o «Qué andarás haciendo ahora»,
preguntarse para los adentros escrutando un punto indefinido más allá de
la ventana, mientras dos o tres churumbeles ruidosos corretean por el
salón y, en el sofá, un hombre gordo ve fútbol en la tele o una mujer
vulgar cose calceta. El tango de la Guardia Vieja es una de esas
historias.
Los escenarios escogidos para acoger las idas y venidas de Max y
Mecha contribuyen a que el cañonazo de nostalgia ajena sea dos veces
rotundo. Buenos Aires, 1928. Niza, 1937. El mundo en el que Max y Mecha
se acometen es un mundo que ya no existe, barrido por el tornado de la
segunda guerra mundial. Los propios Max y Mecha han muerto hace ya
décadas. Hay un rabioso tempus fugit agazapado en el interior de cada
bote salvavidas del transatlántico Cap Polonio, un ubi sunt en cada
pitillera de carey, un collige virgo rosas en cada adoquín del Paseo de
los Ingleses, un aura aetas en cada ficha del casino de Montecarlo y un
paradise lost vibrando en cada nota de cada tango. El decorado es un
personaje más en El tango de la Guardia Vieja, tal vez el más importante
y con toda seguridad el mejor de todos, por más que los dos
principales, fascinantes, complejos, trufados de matices, opongan una
competencia feroz.
Hay un tercer escenario: Sorrento, 1966. Allí, las luces de la Europa
de Entreguerras ya se han apagado casi por completo y los dos amantes
se dan de bruces, sexagenarios ya, por última vez, transcurridos treinta
años desde la anterior. El tango de la Guardia Vieja es también una
amarga reflexión sobre la vejez y la decadencia humanas.
Aderezando el conjunto, no falta el puñado habitual de filias y
fobias perezrevertianas: el ajedrez, el espionaje, el héroe cansado,
España como enfermedad incurable («lugar triste, rencoroso y con olor a
sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre, paraíso de
la envidia, la barbarie y la vileza»). También hay alguna novedad
insólita, como las escenas de sexo no convencional que don Arturo,
primerizo en tales zarandajas, solventa con elegancia.
Hasta aquí el apartado de «lo bueno». Lo malo, dar la vuelta a la
esquina de la última página, cerrar el libro empapado aún de su magia,
levantarse de la cama aquejado de una cierta punzada de orfandad, mirar
por la ventana y toparse al otro lado no la cerúlea luminosidad de la
bahía de Nápoles, sino una muralla anochecida de horrorosos
despropósitos arquitectónicos de quince plantas, cortesía del
desarrollismo franquista. Darse cuenta de que la vida es
devastadoramente gris fuera del angosto refugio de la buena literatura.