Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Se va el caimán. Transcurre, indiferente, el año en que acabó la guerra de la Independencia. Que, como saben ustedes, y también todos los escolares y todos los políticos de este país, empezó en 1808 y acabó seis años después, en 1814: el año en que se libró la última batalla española de esa guerra, la de Toulouse, que ya tuvo lugar en suelo francés. Hace, vamos, dos siglos. Y se va el aniversario, o la efeméride, o como quieran llamarlo, no de esa batalla en concreto, sino de toda la guerra, sin pena ni gloria. Sin dejar nada tras de sí.
Recordarán ustedes a presidentes de países serios conmemorando hace poco la liberación de Europa en las playas de Normandía. Y hace menos, a las autoridades francesas homenajeando a los republicanos españoles que liberaron París. Y ahora, háganme el favor de recordar algo parecido en España durante los últimos seis años, en relación con el bicentenario del único hecho histórico en treinta siglos en el que, banderitas y trompetazos patrioteros aparte, los españoles estuvimos de acuerdo. Incluso aceptando el hecho de que España se batió en esa guerra contra el enemigo equivocado, lo cierto es que hablamos de la gran hazaña colectiva, la primera certeza de nación solidaria que, con sus luces y sombras, obra en el patrimonio común de los españoles, resumida por Napoleón en aquellas palabras dichas en Santa Helena: «Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor».
Lo triste es que la guerra de la Independencia, aparte de ser el conflicto más cruel vivido en tierra española -más todavía que la Guerra Civil-, fue durante mucho tiempo lugar coincidente, símbolo de identidad a disposición de quien, de buena fe o por necesidad táctica, quiso asumirlo como propio. Rara fue la facción política, de las infinitas que tuvimos hasta un pasado reciente, incluidos el franquismo y la República, que no hizo suyo el mito de la nación libre e indomable. Y raro es el intelectual serio que ignore que, pese a los altibajos y vaivenes de la Historia y la política, a la contaminación patriotera y vil del franquismo, a la estupidez de una izquierda superficial e inculta, y a la indiferencia, cobardía o estupidez de los medios de comunicación, la guerra contra Napoleón sigue siendo clave para entender una España discutible tal vez en su conformación actual, pero indiscutible en su origen, en su cultura colectiva y en su dilatada memoria.
Pese a todo, no hemos tenido en estos seis años ni un homenaje oficial serio, ni una reflexión general útil. Cero patatero: todos escurriendo el bulto. Sólo heroicas iniciativas particulares, ayuntamientos bienintencionados, publicaciones dispersas, algunas notables exposiciones locales. La de la Independencia ha sido para España, desde un punto de vista oficial, la epopeya colectiva que nunca existió. Aquí, es la lectura final, sólo hemos tenido guerritas, igual que tenemos nacioncitas. Por parte del Estado -si aceptamos llamar Estado a este disparate en el que nos expolian y languidecemos-, no hubo absolutamente nada. O casi. Búsquenme ustedes las imágenes de la Normandía correspondiente: del Bailén, la Zaragoza o los Arapiles. Nada. Ni siquiera eso. Ni siquiera una foto de Zapatero con cara de tonto solemne, o de Rajoy con lagrimita patriotera de telediario.
Permítanme contarles una anécdota personal que quizás lo define todo. Después de la publicación de una novela mía sobre el Dos de Mayo, el alcalde de Madrid, hoy ministro de Justicia, me invitó a una reunión para iniciativas sobre esa fecha. Propuse colocar, como en París tras la sublevación contra los nazis, placas conmemorativas para un recorrido por los lugares donde el pueblo se batió aquel día. Por ejemplo, la cárcel -hoy ministerio de Exteriores-, donde los presos pidieron permiso para salir a pelear y regresaron por la noche. «Estupendo, lo vamos a hacer», dijo el alcalde. Hasta hoy, claro. Meses más tarde, un concejal me lo explicó todo: «Pensamos después que placas recordando actos de violencia no es algo positivo. Va contra la convivencia y todo eso».
Así que ya lo saben ustedes. Conmemorar -lo que no significa celebrar- la violencia no es positivo. Toda violencia es mala, Pascuala. Así que mejor olvidarla, o dejarla para el tricentenario de 2114, que estará más fría, y que allí se las apañen. Suponiendo, ésa es otra, que para entonces alguien pronuncie la palabra España sin que le dé un ataque de risa. Mientras tanto, para entretenerse, échenle un vistazo a lo que prepara Francia para conmemorar el bicentenario de Waterloo el año que viene. Sin complejos. Vean, comparen, y si les convence, compren.