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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 16/4/2006
Alguna vez les he hablado de mi amigo Daniel Sherr, judío,
alérgico y vegetariano, que además de tener un corazón de oro y ser un
ecologista excéntrico y pelmazo, es el mejor intérprete del mundo.
Trabaja para Naciones Unidas, diplomáticos y gente así, habla más
lenguas que un apóstol en Pentecostés -su amistad soportará esa
hipérbole poco ortodoxa en lo mosaico-, y asiste a inmigrantes hispanos
en los juzgados gringos. A veces, mientras saca un plátano del bolsillo
y se pone a pelarlo sin complejos en la mesa de un restaurante de
varios tenedores -«Tiene mucho potasio», le dice al incómodo camarero-,
Daniel me cuenta historias judiciales tristes, recuerdos que lo dejan
hecho cisco durante días y noches. Para alguien que, como él, cree que
la compasión hacia los desgraciados es obligación principal del ser
humano, los juzgados suponen, a menudo, una nube oscura sobre su
corazón y su memoria. Pero hay que ganarse la vida, dice con sonrisa
triste. Además, cuando se trata de pobre gente, siempre puedes echar
una mano. Ayudar.
Ayer, mi amigo me contó, al fin, una historia reciente que no es triste. Hablábamos de jueces y de injusticias; de cómo, a
veces, quien administra la ley, con tal de no complicarse la vida, pone
la letra de ésta por encima del sentido común y de la humanidad. Fue
entonces cuando Daniel me contó el último asunto en el que había
intervenido como traductor, en un juzgado de familia de Nueva Jersey.
De una parte, una mujer con una niña de dos años, cuya custodia pedía.
De la otra, un funcionario de la división de Juventud y Familia del
Estado. En medio, un juez. La mujer, ecuatoriana, solicitaba seguir con
la niña, de origen mejicano, cuya madre se la había confiado hacía año
y medio y no había vuelto nunca más. La señora pedía la custodia legal
de la niña, pues las vacunas para la criatura costaban ochenta dólares
la inyección, ella tenía un trabajo humilde y escasos recursos, y con
la custodia legal tendría derecho a que por lo menos las vacunas las
pagase el Estado. Pero había un problema: la ecuatoriana era inmigrante
ilegal. Su situación, ley en mano, obligaba al juez no sólo a acceder a
la petición del funcionario del Estado para que le quitasen a la niña,
sino, llevado el caso al extremo, a expulsar a la mujer de los Estados
Unidos.
Según me contó Daniel, el juez inició así su interrogatorio: «Señora Espinosa, usted no está en este país legalmente, ¿verdad?». La
respuesta fue: «No, señoría». El juez miró a la niña, que correteaba
entre los bancos de la sala. «¿Sabe usted que el funcionario del Estado
alega que Nueva Jersey no puede ofrecer prestaciones a un trabajador
indocumentado?» La señora parpadeó, tragó saliva y miró al juez a los
ojos: «Sí, señoría». El juez guardó silencio un momento. «Señora
Espinosa -dijo al fin-, lleve esta hoja con mi membrete y mi firma a
los Servicios Católicos de ayuda. Mi ayudante le dará la dirección.
Dígales que va de mi parte y que quiere regularizar su situación.»
Dicho eso, el juez se dirigió al funcionario del Estado: «Como ve, la
señora Espinosa está tratando de regularizar su situación. ¿Es
suficiente?». Pero el funcionario no parecía convencido. Para él, la
ecuatoriana era un número más en los expedientes, y sus jefes le
exigían eficacia. «Señoría...», empezó a decir. El juez levantó una mano:
«Escuche, señor X. Como juez tengo que aplicar la ley, pero también
necesito poder dormir con la conciencia tranquila. Es evidente que esta
señora es una madre concienzuda y que realmente ha ayudado a la niña.
Mírela. A esa niña la quieren, y donde mejor va a estar es con esta
mujer». El funcionario seguía aferrado a sus papeles: «Señoría, la
ley...». El juez arrugó el entrecejo y se inclinó un poco sobre la mesa
hacia el funcionario: «Mi trabajo consiste en aplicar la ley, pero
administrándola e interpretándola con humanidad. Además, esta mujer ha
demostrado cierto valor al venir aquí, a un tribunal, siendo ilegal.
Podría haber sido detenida y expulsada, y aun así ha venido. Y lo ha
hecho por la niña. Así que dígaselo a sus supervisores. Y usted,
señora, haga lo que le he dicho. Y vuelva a verme dentro de treinta
días».
Cuando, mascando un tallo de apio, Daniel terminó de contarme la historia, sonreía con aire bobalicón. «¿Y tú qué
hiciste?», le pregunté. «¿Yo? -respondió-. Pues, ¿qué iba a hacer?
Traducir escrupulosamente cada palabra.» Luego me miró acentuando la
sonrisa, con un trocito de apio en el labio inferior. «Pero esa noche
yo también dormí tranquilo.»