Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 02/4/2006
Nunca fui en exceso corbatero. Quiero decir que procuraba usar la corbata a modo de ultima ratio
regis, cuando no quedaba otro remedio. En mis primeros tiempos
reporteriles sólo tenía una corbata marrón oscuro y otra azul marino,
ambas estrechas y de punto, que me ponía en ocasiones rigurosas. La
marrón era la que llevaba en los viajes, pues el tejido de punto se
arrugaba menos en la mochila. Te la ponías con una camisa o una
cazadora y quedabas presentable. Con esa corbata de punto marrón
entrevisté a Gaddafi, a Sadam Husein, a Assad, a Obiang, a Somoza, a
Galtieri -que estaba, por cierto, con una tajada enorme- y a unos
cuantos más. Era, como digo, mi corbata de protocolo; y cuando estaba
muy vieja buscaba otra idéntica: siempre fui de piñón fijo. Solía
comprarlas durante las escalas que hacía en Roma cuando iba y venía de
Oriente Medio, en una camisería del Corso que todavía las vende, aunque
ya no son las mismas. Demasiado anchas y gruesas, ahora. La única vez
que estuve a punto de viajar con una corbata distinta fue durante la
revolución de Rumanía, cuando entramos en el palacio abandonado del
dictador y había una en el dormitorio. Pero se me adelantó Hermann
Tersch, y me quedé sin ella. La corbata de Ceaucescu.
Ahora, con esto de la Real Academia, me pongo corbata al menos una vez por semana. Los jueves. Y como uso a menudo pantalones
de pana, esas corbatas de punto me siguen valiendo. Conservo dos de los
viejos tiempos. También tengo tres o cuatro más, discretas, estrechas,
de toda la vida, donde predominan los tonos marrones o azules, según.
Ya he dicho antes que soy de piñón fijo. El problema es que del
excesivo uso van ajándose poco a poco, y eso me plantea un grave
problema indumentario: no tengo con qué sustituirlas. Las tiendas, por
supuesto, están llenas de corbatas; pero todas son a la moda. Y de la
moda, en cuanto a colores y anchura, qué les voy a contar. Trincar una
corbata estrecha y discreta de rayas azules y grises, por ejemplo, o
una marrón con motitas suaves color burdeos, es más difícil que una
referencia culta en boca de un político español. Todo viene a base de
colores butanos y fosforitos, explosiones amarillas o arco iris
cegadores. A mala leche. Y como además la moda sólo acepta ahora
corbatas anchas, de nudo gordo, circulan por ahí auténticos
espectáculos ambulantes, fulanos con una especie de servilleta
multicolor desplegada desde el pescuezo, que van por la vida impávidos
y como si tal cosa, felices de haberse conocido. Por no hablar de esos
enormes nudos que parecen despedir destellos fluorescentes mientras
atenazan el gaznate de algunos ilustres padres de la patria o ciertos
presidentes de clubs de fútbol -a veces me lío y los confundo unos con
otros, por la soltura retórica-, a medio telediario. Aunque cada cual
es muy dueño. Faltaría más.
Resumiendo. Ando loco por encontrar una maldita corbata estrecha de toda la vida. Cuando creo ver una en un escaparate, en
cualquier ciudad del mundo, me abalanzo al interior con cara de loco,
agarro por el cogote al dependiente o dependienta -como ven, la presión
feminista empieza a minar mis baluartes- y lo conmino o conmina a que
me entregue el botín o botina en el acto, antes de que otro carcamal
reaccionario como yo me la sople en las narices. Pero mi gozo va a
parar al pozo. Lo mismo en Nueva York que en Sangonera la Verde, se
trata siempre de una corbata de las anchas que, colocada así y asá,
parecía más estrecha de lo que en realidad era, y que al mostrármela
desplegada se revela en su cruda realidad. Y además, para mayor
recochineo, con el logotipo de la puta marca en el piquito. Que ésa es
otra.
Así que debo decirlo: odio a los diseñadores y
fabricantes de corbatas anchas. Pero arrieritos somos. No lloraré por
ellos cuando la capa de ozono, la gripe aviar o lo que sea nos mande a
todos a tomar por saco. Y mi odio se aviva cada vez que abro el armario
y rechino los dientes contemplando las menguadas filas de mis últimas
de Filipinas. Hay que ser desalmado, me digo, para condenar al sexo
masculino -no al género, imbécilas: al sexo- a pasear por la vida con
un babero de un palmo de ancho sobre el pecho. Colorines aparte. Porque
aún no he olvidado una pieza que, durante dos horas y media, tuve
desplegada ante los ojos en el tren de Madrid a Sevilla: para colgarla
en una pared sólo le faltaba el marco. Rediós. Tardaron varios días en
borrárseme las manchas de la retina.