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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 27/11/2005
Hace años tuve una polémica con Francisco Umbral que acabó cuando escribí un artículo titulado Sobre Borges y sobre gilipollas, donde el gilipollas no era Borges. Desde entonces, en lo que a mí se
refiere, Umbral ha permanecido mudo; cosa que en un teclista con su
logorrea -«escribe como mea», dijo de él Miguel Delibes- supone
un prodigio de continencia. Pero el tiempo pasa, la edad termina
aflojándole a uno el muelle, y ahora vuelve a meterme los dedos en la
boca. El estilo, o sea. Al maestro de columnistas no le gusta mi estilo
literario, y le sorprende que se lean mis novelas. También, de paso, le
parece inexplicable que nadie lea las suyas, ni aquí ni en el
extranjero. Que fuera de España no sepan quién es Francisco Umbral, eso
dice tenerlo asumido: su prosa es tan perfecta, asegura, que resulta
intraducible a otras lenguas cultas. Pero no vender aquí un libro lo
lleva peor. No se lo explica, el maestro. Con su estilo. Así que voy a
intentar explicárselo. Con el mío.
Francisco Umbral tiene -y nos lo recuerda a cada instante- la mejor prosa de España. También cultiva una imagen, más social que
literaria, inspirada en el malditismo narcisista y la soledad del
escritor incomprendido y genial. Pero eso es cuanto tiene. Nunca pisó
una universidad como alumno, ni leyó un clásico, ni tuvo una formación
que trascendiera la cita, el plagio entreverado y el picoteo de lo
ajeno. La lectura tranquila de sus libros y columnas sólo revela
frivolidad superficial, incultura camuflada bajo la brillante
escaramuza del estilo. En realidad, Umbral nunca tuvo nada que decir.
La idea, el comentario o el libro citados en abundancia aquí y allá -a
menudo de forma incorrecta, como ocurre con Borges y la Biblia, entre
otros- casi nunca provienen de lecturas directas, sino que delatan la
tercería de la revista, suplemento cultural, antología o texto ajeno
donde fueron espigados. Sospecho, además, que Umbral anda muy flojo de
lenguas, lo mismo vivas que muertas, aunque para el estilo le baste con
la que tan bien maneja. Y en cuanto a la gran novela básica, la que
forma los cimientos de todo novelista sólido, su ignorancia resulta
asombrosa en un escritor de tales pretensiones. Por eso resulta
esclarecedor que, en sus innumerables intentos frustrados de novelar,
mencione siempre con desprecio a Cervantes, Galdós, Dickens, Tolstoi,
Dostoievski o Baroja, y entre los contemporáneos, a Marsé, Mújica
Lainez o Vargas Llosa; o que cometa la bajeza de situar al honrado José
Luis Sampedro o al dignísimo e impecable Luis Mateo Díez a la misma
altura que a Mañas, el chico del Kronen. En esa línea, las
universidades sólo valen para algo cuando invitan a Umbral, y le pagan.
Igual que los premios literarios, el Cervantes o la Real Academia: sólo
tienen prestigio si él los consigue.
Y es que Umbral no escribe literatura: él es la literatura -«Borges y yo», afirmaba sin complejos hace unos años-. Y si la gente no lo lee, es
porque a la gente no le interesa la literatura; no porque no le
interese Umbral, ni porque repugne, por ejemplo, el sexo turbio que
impregna sus novelas; más turbio aún cuando imaginamos al propio Umbral
practicándolo. Un personaje de quien Jimmy Gimenez Arnau -que no se
diría, en rigor, espejo de virtudes- ha escrito: «Padece cáncer de alma».
La cita no es casual, porque, además de ser un periodista que nunca dio una noticia, de que en sus novelas y columnas no haya una
sola idea, y de alardear de una cultura que no tiene, lo que trufa toda
la obra de Umbral, desde el principio, es su bajeza moral. La «infame avilantez» que, ya metidos en citas, le atribuyó la poetisa Blanca Andreu. Siempre
estuvo dispuesto a despreciar a novelistas ancianos o fallecidos como
Gironella, Aldecoa, o el Cela a cuya sombra en vida tanto medró -y a
quien dedicó, caliente el cadáver, un librito oportunista e infame,
escrito, eso sí, con estilo sublime-, o a insultar y señalar con el
dedo a antiguas amantes y a mujeres que le negaron sus favores; aunque
esto lo hace sólo cuando no pueden defenderse y sus maridos están
muertos o en la cárcel. Tan miserable hábito no lo mencionaría aquí de
limitarse a lo privado; pero es que Umbral tiene la bajunería de
salpicar con él su literatura. Su bello estilo. A todo eso añade una
proverbial cobardía física, que siempre le impidió sostener con hechos
lo que desliza desde el cobijo de la tecla. Pero al detalle iremos otro
día. Cuando me responda, si tiene huevos. A ver si esta vez no tarda
otros cinco años. El maestro.