Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hoy toca vieja batallita. Con ésta, además, saldo una deuda. O lo
intento. Iba en tren cuando un joven me abordó con mucha educación.
Traía en la mano un objeto largo y estrecho en una funda de paño. Soy
teniente de Infantería de Marina, dijo, y voy a incorporarme a un
destino. También soy lector suyo desde que empecé a leer. Por eso, como
éste es mi sable de oficial, quiero que lo tenga usted. Pasado mi
estupor, y tras la natural resistencia a permitir que se desprendiera
del sable, insistió y no hubo otra. Bajé del tren con su regalo bajo el
brazo, que ahora está en mi casa, en compañía de dos docenas de sables y
espadas vinculados a la historia de España de los cuatro últimos
siglos. Agradecido, envié al joven un libro también un par de veces
centenario, y con el acuse de recibo llegó una petición: que dedicase un
artículo al granadero Martín Álvarez, infante de Marina español en el
combate naval de San Vicente. Y aquí me tienen. Cumpliendo con el sable.
El 14 de febrero de 1797,
una escuadra española mandada por un cobarde incompetente, el almirante
Córdoba, fue derrotada por otra inglesa cerca del cabo San Vicente. A
los ingleses los mandaba el almirante Jervis, que tenía menos barcos
pero tripulaciones mejor adiestradas y con más ganas de pelea. Además,
la escuadra española estaba mal dispuesta, mientras que los británicos
conservaban la línea. De manera que nos dieron las suyas y las del
pulpo. Sólo siete navíos españoles entraron en combate, y perdimos
cuatro. Dos de ellos, el San José y el San Nicolás, tomados al abordaje por el Captain,
con el comodoro Nelson dirigiendo el ataque. El resto de barcos
españoles se dio a la fuga sin socorrer a los compañeros apresados; y si
no perdimos también al Santísima Trinidad, que con Córdoba a
bordo arrió bandera, fue porque el brigadier Cayetano Valdés, un duro e
inteligente marino que ocho años más tarde se batiría con mucha decencia
en Trafalgar, fue al rescate con su navío Pelayo, y dijo al Trinidad que o izaba la bandera de nuevo y seguía combatiendo, o lo cañoneaba.
Cayetano Valdés no fue el único español decente ese día. Y como no son precisamente los
ingleses quienes mejor hablan en sus memorias de los sucios spaniards -que pasan las batallas tocando la guitarra y oliendo a ajo-, tiene aún
más valor que los datos que siguen provengan de la relación de un
marino llamado sir John Butler. Durante el abordaje británico del San Nicolás,
el comandante don Tomás Geraldino sitúa en la toldilla, donde ondea la
bandera, a un infante de marina con orden de que nadie la arríe y rinda
el navío. La misión ha recaído sobre un granadero extremeño de 31 años
que se llama Martín Álvarez Galán. Y a esas alturas del combate, con el
navío inundado de ingleses, el comandante muerto y los oficiales
rindiéndose, el granadero sigue en su puesto, sable en mano, defendiendo
las drizas de la enseña porque nadie le ha dicho que se quite de ahí.
Así que cuando el trozo de abordaje inglés llega a la toldilla, y el
sargento mayor de marines William Morris pretende arriar la bandera,
Martín Álvarez, que anda flojo de idiomas para explicarse hablando -ni
siquiera sabe leer ni escribir-, le pega un sablazo al tal Morris que lo
clava en un mamparo, con tal fuerza que no logra liberar el sable; así
que agarra un fusil como maza, mata a golpes a un segundo oficial inglés
y deja heridos a otros dos rubios antes de que lo frían a tiros. Y es
ahí donde el comodoro Nelson, que ha presenciado la escena -siempre odió
a los franceses, pero respetó a los españoles cuando eran caballerosos o
valientes-, se porta como un hidalgo: cuando están recogiendo a los
muertos para arrojarlos al mar con una bala de cañón como lastre, ordena
que a Martín Álvarez lo envuelvan en la bandera que con tanto valor
defendió. Y surge la sorpresa: el granadero no está muerto, sino
malherido. Y lo evacuan a un hospital portugués, donde salva la vida.
Martín Álvarez volvió al mar y murió cuatro años después, tras un accidente que
degeneró en tuberculosis. Se ahorró, quizás, repetir su hazaña en
Trafalgar. Pero tuvo la satisfacción de ser ascendido a cabo y premiado
con una pensión vitalicia de cuatro escudos mensuales. Lo que nunca supo
es que, por decreto real, siempre habría un buque en la Armada española
que llevaría su nombre, ni que en Gibraltar quedaría un cañón con la
placa: «Hurra por el Captain, hurra por el San Nicolás, hurra por Martín Álvarez».
Tampoco supo que en el Museo Naval de Londres se conservaría hasta hoy,
con veneración y respeto, el sable con el que, bajo la bandera del
navío vencido pero no rendido, un humilde infante de marina español
clavó en un mamparo al sargento mayor William Morris.