Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
A veces, cuando me empitono con el personal,
se me va un rato la pinza de la ropa y pido napalm a gritos, incluido
para mí, algún colega me dice eso de pírate, tío, tú que puedes. Para
qué sufrir con el paisaje. Pero es que no es lo mismo, suelo responder. A
mí me gusta esto incluso con letra pequeña. Me pone mirarnos hablar,
pelear, sufrir, soñar, equivocarnos o acertar. Debe de ser mi fondo de
alma friki -lo afirma un fan del Príncipe Gitano y de los Chunguitos-,
pero soy incapaz de resistirme ante un producto racial de aquí, bien
elaborado. A veces voy por la calle y debo contenerme cuando me lo topo,
sobre todo cuando llevo corbata y voy formal, para no darle un abrazo y
besarlo en la boca. O besarla. Y es que al final acabas tomándole
cariño a la peña. Tan irrepetible, oigan. Tan nuestra. Es un perro y se
le quiere, así que calculen. Con las personas humanas. Los españoles de
España.
Siempre creí, verbigracia, que el Manolo clásico de tripa
cervecera y puticlub, heredero de aquel macarra de playa sesentón
-maricona colgada de la muñeca y bañador slip leopardo-, era modelo
definitivo, acabadísimo, de nuestras esencias. Que nada podría
sustituirlo en mi corazón. Pero erraba. Hace tiempo, lo noto, que otros
nuevos afectos me rondan el órgano. El jueves pasado, sin ir más lejos,
viví un momento glorioso. Perfecto. Me encontré por la calle a una
pareja de jóvenes, parte de un grupo que estaba un poco más allá en la
puerta de un bar, y lo que primero oí fue la música, que atronaba la
calle por los altavoces de un Megane tuneado. Luego asesté pupila: él y
ella. Poligoneros de manual. Tan clásicos de pinta, que tecleas en
Google los nombres Yonatan y Jessi, por ejemplo -O Vane, o Yasmi, o
Viky, o Mati, o Soralla-, y salen sus fotos. Entonces le oí a la pava la
primera frase:
-¡Apaga sa músika que mestoy vorviendo loka!
Mirá a la parte masculina del binomio: el chacho estaba
situado al volante del buga, con una lata de garimba encima del
salpicadero, y sentada la choni a su lado en la acera, ella con tanta
pintura de colorines en los ojos que no podía ni levantar los párpados y
la cara como empolvada de colacao, un piercing en el belfo inferior,
botas de pelo hasta la rodilla, el pantalón de caja bajísima dejando ver
la mitad superior de dos rollizos glúteos, un tanga negro y un tatuaje
verde en chino, o japonés, o de por ahí. Y en ese preciso instante, la
culomoto, tras darle una honda calada a un truja que tenía entre las
uñas pintadas de color fursia, pronunció esta frase inmortal:
-¡Me tiés rayá hasta la pipa del coño!
Se me fueron otra vez los ojos al jambo, como es natural,
y he de reconocer que mi afecto por su especie urbana subió, en el
acto, varios puntos. Era un clásico: dos cadenas de oro al cuello, gafas
pastilleras, camisa Rodweiler, vaqueros cagaos, Nikes de muelles, pelo a
lo cenicero estándar con mechón engomado, y muy concentrado tecleando
algo en el Iphone, posiblemente un mensaje a algún colega, del tipo «AnoSie cojiMo uN siego wapo», «le kiTao el tuvo esKape y petA que t kgas» o «Pa mi Ca la Yeni la tngO preñá».
El caso es que, impasible, muy torero, el Yonatan, o el Arón, o el
Kevin, o el Grabiel, como se llamara, movió a un lado la cabeza, miró a
la jambrina con lenta indiferencia -observé que el pavo llevaba un
pendiente de oro en una dumba-, y adoptando una expresión singular de
kie poligonero, a medias entre Clin Isbud, Yustin Gueber y Andy y Lucas,
perfeccionada, supongo, en cientos de noches de botellón o discoteca,
sexo sin protección, pastillas y gangrenas de colores, trallazos de
nieve, cristal, ladillas galopantes y soplidos en controles de
alcoholemia, respondió:
-No me chines, tía. ¿Sabes lo que te digo?
Y siguió tecleando. Para ese momento yo me apoyaba en la
pared más cercana, entusiasmado, buscando apresuradamente el Pilot V7
azul y un papel para anotar aquello antes de que se me olvidara. Y
mientras tomaba las primeras notas al dorso de un recibo de cajero
automático -saldo insuficiente, decía el hijoputa-, vi cómo la
loba se ponía en pie, airada, se acomodaba las bufas en el escote del
top ombliguero color verde fosforito, se rascaba justo entre las ingles,
fuerte y sistemáticamente, y luego, sin descomponerse demasiado, le
pegaba una patada a una llanta tuneada del coche, antes de pronunciar
una frase que esa misma tarde, en el pleno de la Real Academia Española,
tuve el gusto de repetir, fascinado, a mis respetables colegas:
-Te vi a zampar una ostia más rápido que deprisa.
Y es que son -somos- unos genios. Aunque no lo sepan. O sepamos.