Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me encontraba en Italia cuando el Costa Concordia naufragó en la
isla del Giglio. Y una mañana, comprando películas de Totó y Alberto
Sordi en la Feltrinelli para regalar a los amigos I due colonnelli, Guardie e ladri, Il vedovo, Una vita difficile observé que el chico que atendía el punto de información estaba
conectado a Internet y escuchaba el diálogo telefónico mantenido en la
noche del viernes 13 de enero entre el capitán Francesco Schettino, que
acababa de abandonar barco, pasaje y tripulantes a su suerte, y el
comandante de la Guardia Costera de Livorno, Gregorio De Falco. «¿Quiere irse a su casa porque está oscuro, Schettino? -sonaba recia la voz del oficial-. ¡Vuelva a bordo, carajo!».
Me acerqué, interesado, y escuché también.
Estuvimos un rato los dos en silencio, mirándonos de vez en cuando, en
las pausas entre las instrucciones que De Falco daba al otro con
serenidad y firmeza, y los balbuceos desconcertados del pingajo humano
que era Schettino. A veces, tras advertir que yo no era italiano, el
joven empleado de la librería me dirigía ojeadas incómodas cuando los
balbuceos del capitán del Costa Concordia eran especialmente
patéticos; como si el chico se avergonzara de que yo escuchase aquello.
Quizás por eso, en un momento en que la voz del oficial de la Guardia
Costera sonó especialmente firme «¡Le estoy dando una orden, comandante!», el chico me miró de nuevo, y como si hablase consigo mismo, aunque dirigiéndose a mí, murmuró con un toque admirativo: «Ha le palle». Ése sí tiene cojones, en traducción libre. Referido a De Falco.
Me gustó el detalle. Que le importase mi opinión, quiero decir. La de un extranjero al que
suponía ajeno a las cosas de Italia y los italianos. Que se avergonzara
ante mí de la vileza del cobarde; y que, a cambio, se enorgulleciera de
la firmeza y la calma del que sabía cumplir con su deber. Son las dos
Italias, insinuaba el encogimiento de hombros con que remató la
situación. Dos mentalidades y actitudes ante la vida. La esperpéntica y
la otra: la que, pese a todo, sigue siendo admirable y decente. Y no es
extraño que a menudo aparezcan juntas, en contraste elocuente de lo que
es esta tierra vieja, cínica y sin embargo, con frecuencia, espléndida.
Como espejo de lo mejor y lo peor. De lo que a los italianos nos han
hecho, de lo que fuimos y somos.
Me fui de la librería pensando en aquello.
En una expresión que, incapaz de mejor definición, aplico siempre a
cierto espíritu que es fácil encontrar en todo italiano sin distinción
de clase social, educación o ideología: patriotismo cultural. Entiendo
por eso cierta fatiga tolerante, sentimiento de quien mil veces fue
invadido, engañado, puesto en almoneda; pero que conserva, a veces sin
darse cuenta, un vago e instintivo orgullo por las tumbas de los
antepasados, las viejas piedras que aún se tienen en pie, la memoria de
cuando sus ancestros aún creían, luchaban, soñaban y dominaban el mundo.
La facultad de identificar todavía a los honrados y a los héroes,
dedicando un «ha le palle» a esa Italia decente que ni siquiera la mala
suerte, la estupidez, la codicia, la grosería, la corrupción, los
pésimos gobiernos, lograron borrar del todo; y que sigue ahí, asombrosa y
evidente para quien haga el esfuerzo de fijarse, en el lado luminoso,
enternecedor, de esas dos caras de las que son encarnación perfecta el
buen comandante De Falco y el mísero capitán Schettino. Tan despreciable
a causa de hombres como el segundo; tan noble por hombres como el
primero.
A menudo envidio a los italianos. Quisiera para
España su sentido del humor sabio y tranquilo, su fatalismo inteligente,
su naturalidad para conciliar cosas que nosotros, enrocados en vileza y
mala leche, creemos inconciliables. Algunos de mis amigos italianos
estuvieron situados ideológicamente en la izquierda dura, radical, de
los círculos intelectuales del Milán de los años setenta. Los veo,
bebemos vino, comemos pasta y hablamos de los viejos tiempos y de los
nuevos. Peinan canas y perdieron la fe en casi todo, como mi querida
Laura Grimaldi, última gatoparda comunista. Pero he visto brillar sus
ojos cuando la Italia noble y admirable sale en la conversación.
Recuerdo a Paolo Soracci, cinismo y extrema inteligencia personificados,
hablando con fervor de los buceadores italianos que durante la guerra
atacaban navíos ingleses en Gibraltar. O a Marco Tropea, que además de
mi amigo es mi editor, emocionándose al contar cómo un rehén de los
talibán afganos, durante su ejecución grabada en vídeo, se arrancó la
capucha y gritó «Mirad cómo muere un italiano» un segundo antes de ser
degollado. En España, comenté yo, lo habríamos llamado fascista.