Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Tengo en la biblioteca una Bounty de casi un metro de eslora,
dentro de una urna de cristal. Ese barco -aunque originalmente era un
carbonero de tres palos, escribo su nombre en femenino por razones más
sentimentales que técnicas- presidió buena parte de mi infancia, animada
por relatos sobre el mar entre los que, naturalmente, se contaba el
motín de sus tripulantes en Tahití contra el despótico capitán Bligh en
1789: odioso personaje, aunque buen marino, que fue interpretado en el
cine sucesivamente, y en los tres casos de forma espléndida, por Charles
Laughton, Trevor Howard y Anthony Hopkins. El caso es que, como digo,
ese barco inspirador de la trilogía que sobre el episodio escribieron
Nordhof y Hall -conservo Rebelión a bordo, Hombres contra el mar y La
isla de Pitcairn en el grueso volumen que perteneció a mi padre- formó
parte de mi más temprana educación en lo que a barcos se refiere. Antes
de cumplir los nueve años, la Bounty era tan habitual en mis primeras
singladuras imaginarias como el ballenero Pequod, la Hispaniola donde
navegó Jim Hawkins, el Nautilus del capitán Nemo, o el Arabella, buque
pirata del capitán Blood.
Mi Bounty -comprendan el legítimo orgullo de propietario-
es magnífica: casco hueco, tracas claveteadas, lijadas y barnizadas
sobre las cuadernas, madera, latón, velas aferradas en las gavias y la
bandera británica en el pico de cangreja del palo mesana. Un trabajo
artesano, ése, que puedo alabar sin reservas porque no es mío -los
barcos que construí nunca fueron tan perfectos- sino de un amigo que lo
hizo para mí, echándole al asunto todo su afecto y su arte. Y ahora
luce, honrada como merece, en una urna de cristal encastrada en un panel
de la biblioteca, visible tanto por babor como por estribor. Rodeada,
naturalmente, de libros que hablan de mares y marinos.
Hay una ventana grande cerca, al otro lado de la
habitación. Y cada mañana, a la hora en que me dispongo a bajar por la
escalera que lleva al lugar donde trabajo, la primera claridad del día
entra por esa ventana e ilumina el suelo al pie de la vitrina. Los días
grises traen una luz pizarrosa y tenue; pero los días despejados es un
intenso rectángulo de sol el que incide directamente en las baldosas,
enviando en dirección al casco y la arboladura de la Bounty un reflejo
de claridad primero rojiza y después dorada que los ilumina desde abajo.
El efecto, asombroso, dura unos minutos y es idéntico a la luz de un
amanecer. Lo he visto cien veces en el mar, fondeado o navegando, cuando
el disco solar asoma en la línea del horizonte: esos rayos horizontales
que tornasolan el agua, primero intensamente bermejos y luego más
claros y amarillentos a medida que el sol se hace visible, que iluminan
los palos y velas cuando la cubierta aún está en sombra, y descienden
despacio por la arboladura hasta deslumbrarte en rojos y dorados,
alejando la noche por la banda opuesta. Haciendo posible una vez más el
extraño milagro, la ilusión reconfortante y engañosa, de que el mar que
te rodea, o la costa que la luz descubre a sotavento, parezcan más una
promesa que una amenaza.
De ese modo veo la Bounty cada mañana, erguida y hermosa
como si estuviera lista para la maniobra, fondeada sobre un ancla a la
espera del silbato del nostramo. Obra maestra, como casi todos los
buques de su época -ni siquiera una nave espacial supera en perfección a
un navío de 74 cañones-, de la inteligencia, el arte y el coraje de
gente para la que el mar nunca fue una barrera sino un camino. Con esa
belleza natural, madera, lona, hierro y cáñamo en la primera luz del
día, que ni los magníficos lienzos navales de Garneray, Dawson o Hunt
pudieron imitar jamás. Como la vería con mis propios ojos en el mar
auténtico, a tamaño real, si estuviera fondeado muy cerca de ella o
remando en un bote en sus proximidades: iluminada desde abajo por la luz
del sol naciente que hace relucir los dos cañones de babor que asoman
por las portas situadas a popa, con la cubierta todavía en sombras bajo
los palos y velas aferradas, y las cofas que la luz recorta entre la
telaraña de jarcia que blanquea sobre la penumbra azul que retrocede
hacia poniente. Como debió de verla por última vez, desde su bote, el
capitán Bligh cuando fue abandonado a la deriva con dieciocho marineros
leales, antes de emprender la hazaña de navegar cinco mil millas hasta
Timor. Por eso cada mañana, al ver amanecer sobre la Bounty, sonrío
recordando a los niños que soñaron con barcos como ése, cuando el mundo
no se limitaba a la pantalla de un ordenador y la imaginación era
refugio de los hombres libres.