Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace unos días recibí una interesante carta de un lector, a la
que todavía doy vueltas en la cabeza. Aunque el interés resida menos en
lo concreto que ese lector plantea que en la visión del mundo y la vida
de la que tal carta es reflejo, o síntoma. Leída la última aventura del
capitán Alatriste, el comunicante -amable y afectuoso- me dirige un
reproche singular: la falta de remordimientos expresos por parte de
Alatriste tras la muerte de varios de sus camaradas, en Venecia, en el
curso de la misión a la que los condujo. La ausencia, en suma, de un
acto de contrición alatristesco. De una pesadumbre expiatoria de
carácter público, ante terceros o ante el lector mismo, por la suerte
que han corrido algunos de los hombres, viejos compañeros de armas, a
los que el capitán comprometió en la aventura. Ni un ápice de dolor por
su pérdida, se lamenta el lector. Nula expresión de culpa.
La carta no sólo expone la desazón de ese lector ante la aparente falta
de escrúpulos de Alatriste, sino que en ella apunta un sentimiento casi
ideológico: un lamento porque el veterano soldado no haga ostentación de
ciertos valores morales o éticos que desde un punto de vista actual
podrían sonar adecuados, como solidaridad, compasión o remordimiento.
Porque se cisque en el canon de lo correcto, dicho en corto. Que vaya a
lo suyo y, escabechados los colegas, ahí me las den todas. Mejor vivo
que muerto. Punto. Que reaccione, por ejemplo, como Aglae Masini en
Nicosia, 1974, cuando en un tiroteo espeso me tumbé sobre ella en plan
machote, para protegerla -yo era un pardillo jovencito que todavía
jugaba a los héroes-. Y ella, irónica y sabia, dijo: «Gracias, flaquito.
Tienes razón. Si han de matar a uno, mejor que te maten a ti».
En lo que se refiere al capitán Alatriste, la clave para
entender hoy por qué se comporta así, o lo parece, podría resumirse en
dos detalles: desde 1627 ha pasado mucho tiempo y muchas cosas, y él es
un profesional para quien la violencia y sus complejas maneras son el
duro pan de cada día. Alatriste intenta sobrevivir en territorio hostil,
peleando por su pellejo; y en tales circunstancias, las lágrimas
impiden ver con claridad el mejor camino para poner pies en polvorosa
cuando las cosas se tuercen. Sus camaradas eran del oficio, y como él
conocían las reglas: dejas de besar la mano de curas y caciques, olvidas
esta tierra ingrata que hay que regar con sudor a falta de agua,
empuñas una espada rumbo a América, Flandes o al infierno, y una de dos:
haces fortuna o revientas intentándolo. En treinta años de patear
callejones oscuros y campos de batalla, Diego Alatriste dejó atrás
demasiados cadáveres de amigos y enemigos, incluido el riesgo de incluir
el suyo propio, para que una docena más le altere el pulso, o le haga
malgastar un resuello que necesita para sobrevivir. Lo suyo no es
indiferencia, sino resignación profesional. Asumir que el mundo donde
vive y pelea es un lugar peligroso donde lo más fácil es que te pille el
toro. Algo que sólo los idiotas -los menguados, diría él- se empeñan en
ignorar. Eso, naturalmente, no excluye el dolor. Pero éste discurre por
otros cauces. No tiene por qué ser melodramático, ni inmediato. Como lo
de Márquez en Sarajevo, después de aquellas jornadas con mucha bomba y
mucha morgue, cuando te ibas de los sitios con las suelas de las botas
dejando huellas de sangre en el suelo. Soltaba la cámara, se acuclillaba
con la espalda contra la pared, encendía un cigarrillo y se pasaba una
hora inmóvil, mirando el vacío. Ordenando remordimientos.
El otro punto son los cuatrocientos años transcurridos.
La literatura también es salir de nosotros para mirar con ojos ajenos,
viviendo vidas que de otro modo serían imposibles. Comprender,
diferenciar, lo que fuimos y lo que ahora somos. Por eso, cada vez que
tecleo una aventura de Alatriste -sicario que mata por dinero, que ha
torturado, que marcó la cara de una mujer- intento que el lector vea el
mundo no con anacrónicos ojos de ahora, sino como se veía entonces:
áspero, cruel, sin oenegés ni lacitos solidarios en la solapa. Cuando lo
políticamente correcto lo traían todos, y no sólo Alatriste, en la
punta de la espada o en la punta del cimbel. Un mundo imposible de
juzgar con criterios occidentales modernos, pues -todavía ocurre eso en
buena parte del planeta- una vida no valía ni el acero o la soga que se
empleaban en quitarla. Aunque nos empeñemos en olvidarlo, no siempre
fuimos amantes de las focas y los delfines, ni a un niño de ocho años lo
expulsaban del colegio por pelearse en el recreo, o lo acusaban de
acoso por decirle guapa a una profesora. Tanto para lo bueno como para
lo malo, éramos más realistas. Más humanos, quizás. Menos gilipollas.