Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace medio siglo justo, cuando el arriba firmante llevaba pantalón corto y creía en los Reyes Magos,
en la bondad de los policías y en la virginidad de su madre, la autora
de mis días, que era -y sigue siendo, porque ahí continúa, ochenta y
ocho primaveras en la sonrisa y jugando la prórroga sin ganas de cambiar
de barrio- una señora con fe en la Humanidad en general y en los buenos
sentimientos de sus vástagos en particular, hizo con mi hermano y
conmigo un experimento sociológico: nos castigó -habíamos hecho alguna
salvajada, con los estragos habituales- a pasar una tarde de sábado
encerrados sin otra diversión que algunos tebeos de Dumbo y Pumby, Los
apuros de Guillermo, de Richmal Crompton, y las muñecas de mi hermana
Marili. Lo de las muñecas fue, naturalmente, un refinado toque de
humillación deliberada. Un puntito de crueldad materna, para que me
entiendan. Una manera, en fin, de añadir la nota de infamia al castigo, y
que entre otras cosas puso de manifiesto que Dios no había llamado a mi
pobre madre por el complejo camino de la psicología infantil. Encerrar
de aquel modo y en semejante compañía a dos desalmados de nueve y seis
años respectivamente, capaces de todo, es un experimento peligroso en
cualquier época y lugar; pero especialmente arriesgado si, además, se
lleva a cabo con dos individuos que por aquellas fechas sólo anhelaban
hacerse mayores para arponear ballenas -eran tiempos menos ecológicos
que los actuales- o alistarse con nombre falso en la Legión Extranjera.
Así que imaginen el resultado. Cuando a la hora de la cena abandonamos
la celda del abate Farias, a nuestra espalda quedaban la Queca Muñeca
ahorcada de una lámpara con el cordón de la cortina, y el Tumbelino -un
muñeco odioso, blandito, vestido con pijama azul- apuñalado con una daga
plegadera de mi padre con la que, hábilmente, habíamos logrado hacernos
antes del encierro.
No pude menos que recordar aquello hace unos días,
escuchando a una periodista radiofónica, tan ingenua y parvulita como
mi señora madre, asegurar, con todo el candor de su inocencia
políticamente correcta, que a los niños varones no debemos darles
juguetes que inciten a la violencia, y que es bueno hacerlos
entretenerse también con muñecas y cacharritos de cocina; porque de ese
modo, aseguraba la pava sin citar fuente, tendrán mejores y más
pacíficos sentimientos, serán mejores padres, y tal vez cocineros de
éxito como Arzak o Ferran Adrià, el día de mañana. Y los tertulianos que
acompañaban a la locutriz, en vez de partirse la caja de risa y
preguntarle si tenía hijos en edad de merecer, que probara con ellos, se
mostraban, como es usual en estos casos, calurosamente de acuerdo. Ahí
le has dado, decían más o menos. Como si estuviesen oyendo el Evangelio.
Y nadie tuvo agallas para decirle allí, a la prójima: prueba con un
enanito cabrón tuyo, de sexo masculino, si lo tienes. Ponle a mano una
pistola de plástico y una olla exprés de Famóbil, o como se llame el que
fabrica la olla. A ver qué elige, el hijoputa. O más visual, si cabe:
ponle cerca una muñeca, un biberón y un martillo. Luego quédate mirando
lo que coge y para qué lo usa. Y me lo cuentas.
Y ahora, háganme un favor. Plis. Después de calzarse esta página, si lo hacen, ahórrenme las cartas
contándome que a su Manolito le encantan las muñecas de sus hermanas y
juega a cocinarse unas fabadas que saben a gloria. No digo yo que no
haya Manolitos. Ni que no deba haberlos. Del mismo modo que me fascinan
-aún más que las otras- las Susanitas que no limitan su gusto y
horizontes a acunar muñecas, y son capaces de ponerte el filo de una
daga en la yugular mientras susurran «Si paras ahora, te mato». O lo que
sea. Por mi parte, me limito a hablar de lo que hay. De la natural
querencia del becerro y de lo absurdo, incluso peligroso, de olvidar de
la noche a la mañana, con más buena voluntad que inteligencia práctica,
con más clichés idiotas que mecanismos de educación eficaces, millones
de años de caza y guerra. Dándose, por ejemplo, la grotesca paradoja a
la que asistí el otro día. A unos niños de cinco y seis años, que tienen
en casa videoconsolas con zombis y masacres sangrientas -y si no las
tienen, las tendrán- les organizaron en su colegio de Madrid una fiesta
cowboy donde los tiñalpillas debían ir disfrazados de vaqueros, pero
prohibiéndoles llevar revólver. «Se puede ir al Oeste sin ser violento»,
apuntaría, sin duda, algún padre de los que aplaudieron la idea, o
simularon aplaudirla. «Tengamos buen rollito con los cuatreros y los
indios», añadiría otro. Lo mismo, supongo, que dijo el general Custer.