Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Varias veces les he hablado en esta página del barrio de las letras de Madrid,
donde hace tres siglos se cruzaban cada mañana, camino de comprar el
pan, los periódicos o lo que se comprase entonces, Quevedo, Lope de
Vega, Calderón de la Barca, Góngora y el buen don Miguel de Cervantes,
entre otros. Cada cual, como españoles de fina casta que eran, con sus
fobias, envidias, desprecios y descalificaciones mutuas a punto de
nieve. También comenté en alguna ocasión que si un barrio con semejante
pedigrí hubiera estado en Londres o París, todo el lugar sería hoy un
inmenso museo al aire libre cuajado de bibliotecas, placas
conmemorativas, monumentos y autobuses con turistas. Pero donde está es
en Madrid, a ver si me entienden. Capital de España, o de lo que sea
este puticlub de carretera. Así que pueden imaginar la diferencia.
Una de esas diferencias ocurrió hace unos días. Y lo más simpático no es la anécdota, sino su desarrollo y posterior
tratamiento mediático. Un grupo de okupas se había instalado, mediante
el procedimiento tradicional de patada a la puerta y de aquí no me saca
ni Kristo bendito, en una casa de la calle Huertas en la que vivió
Góngora después de que su enemigo mortal Francisco de Quevedo comprase
su anterior vivienda, a fin de darse el gustazo de echarlo a la calle.
La casa -ya hemos precisado que hablamos de Madrid- estaba hecha una
piltrafa, decrépita y llena de escombros. Así que los okupas se
instalaron tan ricamente con su parafernalia habitual, también llamada
ajuar perroflauta de toda la vida. Con la seguridad, por otra parte, que
a cualquier okupa bien informado le da saber con certeza absoluta que
en España, líder mundial en libertades y derechos del hombre y la mujer,
si te metes por el morro en una casa ajena, es seguro que entre el
hecho, la demanda del propietario, la decisión judicial y la ejecución
de la sentencia de desalojo, si llega a producirse, y dependiendo de que
el juez sea compañero de carrera o colega de universidad del abogado de
una parte o de la otra, pueden transcurrir veinte años. O más.
El caso es que esos inquilinos por la kara estaban instalados en la antaño gongorina y ahora ruinosa morada,
gozando de pleno derecho las innumerables facilidades que la Justicia
española en general y el Ayuntamiento de Madrid en particular prestan a
esta suerte de bonitas iniciativas populares. Pero siempre hay un pelo
en la sopa. En ésas, algún propietario desesperado, impaciente, y si
rascamos un poco seguro que fascista, racista, machista, violento,
homófobo y misógino -etiquetas que en España suelen atribuirse en bloque
a cualquiera que no se baje los calzones y ofrezca el ojete sin
rechistar- debió decidir que aquella situación la solucionaba él a
título personal, por el artículo catorce. Así que cuatro individuos
fornidos tiraron la puerta, cogieron a los okupas en brazos y los
sacaron a la calle. Acto reprobable, éste, que acogiéndome a la retórica
al uso me apresuro a calificar -conste en acta para que no haya dudas
sobre mi punto de vista ético- de terrorismo urbano. Incluso de
genocidio perroflauta. De mi opinión debieron ser también los
desalojados; pues en seguida pidieron apoyo a través de las redes
sociales, y al poco se congregaron tres docenas de presuntos
representantes del 15-M exigiendo reparación aún más indignados si cabe;
pues la policía, que acabó presentándose, no actuó contra los malvados
desalojadores ni devolvió las cosas al statu quo ante. Como si no
estuviera clarísimo y consagrado por el uso hispano que, entre patada a
la puerta de un okupa y patada a la puerta de un propietario, el segundo
es quien actúa al margen de la ley, y el primero es la verdadera
víctima del asunto. Por favor. A estas alturas.
Por cierto: escalofriante testimonio sobre la demencial pesadilla sufrida por los desalojados -algunos periodistas parecían compartir su asombro y justa indignación-
fue el de una joven que afirmó, aún nerviosa del soponcio, que lo había
pasado muy mal al verse sacada así a la calle, de sopetón, y que lo que
había hecho el propietario de la casa era una infamia social de las que
no tenían nombre, ni apellidos. Tras cuyo pertinente telediario,
supongo, el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid enviaron con suma
urgencia un equipo de psicólogos y psicólogas para aliviarle el trauma.
Eso me lleva a sugerir sin reservas que en las próximas okupaciones,
tanto si son en las casas ruinosas de Góngora, Quevedo o Cervantes como
en la del Payaso Fofó -que también tiene calles en España, y
posiblemente en mayor número y con la placa más grande-, la policía
abandone esa vergonzosa pasividad que me atrevo a calificar de filonazi y
proteja de propietarios y otros energúmenos a quienes debe proteger.
Que para eso cobra, la muy perra.