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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 18/9/2005
Era
un niño cualquiera. Subió al tren en Valencia, el otro día, acompañado
por su madre. La señora dijo buenas tardes, lo dejó sentado en su
asiento y le hizo algunas recomendaciones en voz baja. Después, antes
de salir del vagón, nos dirigió una sonrisa a quienes estábamos
sentados cerca: un señor en el asiento contiguo y yo al otro lado del
pasillo. Una de esas sonrisas que no piden nada, pero que a cualquier
persona decente la comprometen más que una recomendación o un ruego. Al
quedarse solo, el niño sacó un tebeo de Mortadelo de la mochililla que
llevaba, y se puso a leerlo. Con disimulo, eché un vistazo. El zagal
debía de tener nueve o diez años. Sentado no tocaba el suelo del vagón
con los pies. Era, como digo, un niño cualquiera, de infantería. La
diferencia con la mayor parte de sus congéneres estaba en el aspecto e
indumentaria: en vez de lucir la habitual camiseta desgarbada, los
calzones, las chanclas y la gorra opcional de rapero enano, comunes
entre los jenares de su edad y su especie -cosa lógica, por otra parte,
cuando los padres visten así-, iba bien peinado, con su raya y todo,
llevaba la cara lavada y vestía una camisa azul claro, un pantalón
corto beige con cinturón y unas zapatillas deportivas limpias con
calcetines blancos. Tenía, resumiendo, el aspecto de un niño aseado,
correcto, normal. Un aspecto agradable para la vista. El que cualquier
padre con el mínimo sentido común desearía para un hijo suyo.
Al cabo, ya con el tren en marcha, llegó el revisor. El niño dijo buenos días, sacó su billete y le hizo algunas preguntas
que, explicó, le había encargado su madre que hiciera. Algo sobre la
comida del tren. Llamaba la atención la extrema corrección con la que
el niño se dirigía al revisor, usando el por favor y el gracias con una frecuencia nada común en los tiempos que corren. No puede ser,
concluí. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico.
Así que me puse a observar al enano con mucha atención, buscándole las
vueltas. Cuando el revisor siguió camino -diré, en su honor, que
respondió a los buenos modales del chico con afecto y exquisita
cortesía- la criatura sacó un teléfono móvil de la mochila. Un móvil
con música y colorines. Ya está, pensé, suspicaz. Ya me parecía a mí.
Demasiado perfecto hasta ahora. Nos ha tocado murga telefónica para
rato.
Pero me equivocaba. Dejándome ante mí mismo como un
imbécil, el niño marcó un número, habló con su madre, y sin elevar
demasiado la voz le dijo que en la comida que iban a poner había
pechuga, que no se preocupara, que comería. Luego guardó el teléfono y
siguió hojeando el tebeo. Pasaron las azafatas con auriculares para la
película, con las bandejas de comida, con las bebidas. El niño dijo
gracias cada vez, pidió por favor esto y aquello, se bebió su refresco
de naranja sin derramar una gota, sin tirar nada al suelo ni molestar a
nadie. Luego se puso los auriculares y miró la pantalla. La película
era Los increíbles, y le hacía mucha gracia. De vez en cuando
reía en voz alta, con la risa fuerte y franca, sana, de niño que lo
pasa en grande. A veces se volvía hacia los mayores que estábamos
cerca, sonriéndonos cómplice, como para comprobar si disfrutábamos
tanto como él. El señor que iba a su lado y yo nos mirábamos sin
palabras, a uno y otro lado del pasillo. Aquel chaval era gloria
bendita.
Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo
buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por
el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más
que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado.
Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales
de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando
llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva
fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos
por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón
que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente
lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se
encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les
hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en
el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a
ser ganadoras de Operación Triunfo.