Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace tiempo hablé aquí de mi amigo neoyorkino Daniel Sherr, que
aparte ser un magnífico intérprete profesional que habla todas las
lenguas de Babel, es judío, alérgico, vegetariano y una de las mejores
personas que conozco. Su única pega es ser uno de esos ecologistas
pelmazos que, según los días, llegan a romperte los huevos. Por la calle
dirige miradas furiosas no ya a los fumadores, sino a quienes sospecha
puedan serlo; y cuando viaja mete en la maleta cuanta botella se cruza
en su camino, para reciclarlas al regreso, pues no se fía del personal
de los hoteles. Carga con bolsas con arroz hervido, como los vietcong, y
fruta para consumo propio; y se niega a pasar los plátanos por el
control de viajeros en los aeropuertos porque, afirma, los detectores
los contaminan con sus rayos radioactivos y malignos. Imagínense el
cuadro, e imagínenme caminando lo más lejos posible de él, poniendo cara
de que a ese tipo estrafalario al que cachean los guardias, o se llevan
aparte para interrogarlo en privado, ni lo conozco ni lo he visto en mi
puta vida.
Ése es mi amigo Dani, al que quiero muchísimo. Por eso vivo informado de sus peripecias. La última es tan deliciosa que no me
resisto a contarla. Más que nada porque, aunque parece delirante, es un
augurio siniestro de lo que nos espera en España. De lo que traerá, de
forma irremediable, tanta peligrosa combinación de mansedumbre ciudadana
y prepotente imbecilidad oficial. El caso, absolutamente real, es
ejemplo de hasta qué punto esos Estados Unidos que para nuestra babeante
Europa son referencia ideal de lo socialmente correcto, nos llevarán al
absoluto disparate. De hasta dónde puede llegar la descarada injerencia
estatal en lo más íntimo de nuestras palabras, nuestras casas y
nuestras vidas.
Dani tiene un piso en Nueva York, en un edificio de seis plantas donde
viven unos cuarenta inquilinos. Fiel a sus principios ecologistas,
llevaba años dando la murga para que la comunidad de vecinos aceptase
una auditoría energética, a fin de evitar derroche, contaminación y
cosas así. El trámite, le dijeron, pasaba por una visita previa del
administrador de la finca. Se presentó éste en casa de Dani, y dijo que
lo de la auditoría energética estaba divino de la muerte y era una
propuesta interesante a más no poder. Que estaba entusiasmado con la
idea hasta el punto de aplaudir, plas, plas, plas. Pero antes había un
requisito: comprobar que el apartamento del reclamante se ajustaba a las
ordenanzas de Nueva York sobre viviendas libres de toda sospecha. Luego
señaló con dedo acusador los libros, periódicos y documentos
profesionales que mi amigo tenía en su casa por todas partes. Según la
disposición cuarenta y siete barra ochenta, indicó, o una de ésas, los
libros apilados en el suelo podían obstaculizar el paso de los bomberos
en caso de incendio. Sin contar con el peligro de tener tanto papel
-material inflamable- en un edificio de apartamentos. Y mientras Dani,
boquiabierto, intentaba deglutir aquello, el otro se asomó a la cocina y
dijo literalmente: ajá, qué es lo que veo, tres granos de arroz
integral sueltos sobre una mesa. Eso puede atraer cucarachas, e incumple
la disposición sanitaria treinta y cuatro barra seis. O algo así. Dani,
que viajaba a España dos días más tarde, dijo que sí a todo, acojonado,
creyendo que poner tierra de por medio bastaría para que se olvidara el
asunto. Pero al regreso encontró una carta preguntándole si había
«abordado» lo de subsanar las deficiencias señaladas. Respondió que sí
-abordar, pensó con lógica, no significa eliminar ni resolver- y
consultó mientras tanto con un abogado la manera de que se olvidaran de
él, de la auditoría energética y de la madre que lo parió. Pero el
asesor legal dijo que verdes las había segado. Que, según las ordenanzas
neoyorkinas, podía ser denunciado por violar los códigos de vivienda,
de incendios y de salud. El consejo era que tragara.
El siguiente paso de Dani, que a esas alturas ya era presa del pánico y renegaba hasta de las energías alternativas, fue tirar cuantos
papeles pudo, y esconder otros. Tuvo a una señora de la limpieza tres
días en casa, buscando hasta el último grano de arroz escondido. Al
cabo, el administrador regresó con sonrisa de zorro entrando en
gallinero. Mucho mejor, dijo. Casi al noventa y nueve por ciento. Aunque
lo ideal según las ordenanzas municipales, añadió con recochineo, es
que no queden a la vista papeles en absoluto. En todo caso, no debe
haber ni un solo papel ni libro en el suelo, ni tampoco sobresalir de
las mesas ni estantes. Los bomberos, ya sabe. La normativa y todo eso.
Haré otra inspección en tres meses; y por supuesto, espero que sea la
última. En cuanto a lo de la auditoría energética que usted reclamaba
para el edificio, desde luego, no hay ningún problema. Aquí somos tan
ecológicos como el que más. ¿No le parece? Así que cuando quiera me
llama, oiga. Y discutimos el asunto.