Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Los vi hace poco en el aeropuerto de México: ojerosos, mal afeitados, hechos polvo tras largos vuelos y tránsitos infames. Eran
cuatro -uno, naturalmente, se llamaba Pepe- y hablaban de Flandes y de
las Indias. O de como se diga ahora. Holanda, decían. México y
Venezuela. Sitios así. Hablaban de saqueos, botines y aventuras. O sea,
de buscarse la vida donde ésta late. De negocios. Estaban allí con sus
arrugados coletos de cuero transformados en trajes de chaqueta y
corbata; con sus armas, que eran ordenadores y agendas, y con esa mirada
absorta, fatigada, que les queda a los que vienen de asaltar las
murallas de Breda o pelear en las calzadas de Tenochtitlán.
Observándolos mientras consultaban las salidas de los vuelos, concluí
que tampoco, si uno se fija bien y leyó los libros adecuados, hay tanta
diferencia: Barajas en vez de Cádiz, Lisboa o la boca del Guadalquivir,
en galeones, o Italia y el Camino Español por los Alpes y Suiza, rumbo
al norte de Europa. La fiel infantería del rey católico: la misma gente
que hace cuatro siglos, harta de monarcas imbéciles, curas parásitos y
funcionarios sanguijuelas, decidió que era mejor intentarlo allá afuera y
reventar en ello, que languidecer en una tierra yerma, ingrata, dejada
de la mano de Dios.
Alguien escribió que en otro tiempo, cuando España se dilataba en el mundo, los españoles se echaron afuera a pelear y buscarse la
vida, desde nobles hasta labriegos. Y fue cierto. Unos lo hicieron por
hambre de gloria y dinero; otros, los más, por hambre de verdad. Desde
las Indias a Filipinas, del norte de África a Europa entera, contra toda
clase de naciones bárbaras o civilizadas, pelearon hidalgos y
campesinos, bachilleres y pastores, caballeros y pícaros, amos y
criados, soldados y poetas. Pelearon Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega,
Calderón, Ercilla y muchos más. En todas las tierras y climas, bajo
nieve, sol, lluvia o viento, desharrapadas huestes de españoles pequeños
y recios, fanfarrones, crueles, hechos a la miseria, el sufrir y las
fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, renegando a
cada paso en todas las lenguas de España, acuchillándose entre sí en
los ratos libres que no empleaban en degollar a terceros, caminaron tras
las rotas banderas en busca de pan que llevarse a la boca. Así llenaron
los espacios en blanco de los mapas, las tierras incógnitas. Y sin
pretenderlo, de rebote, los que regresaron vivos trajeron Méxicos y
Perús, riquezas hasta para quienes nunca arriesgaron nada. E historias
fascinantes que escuchar.
Pensaba en eso viendo a los cuatro soldados de los modernos tercios que aguardaban en el aeropuerto. La misma hambre, me dije. El
mismo dilema. Quedarse en esta tierra estéril y enferma es languidecer.
Recordé haberlos visto toda mi vida en cien rincones perdidos del mundo,
alojados en hoteles de veinte dólares donde nunca para un hombre de
negocios acomodado. Planchándose ellos cada mañana su único traje, como
otros se revestían el arnés y el acero, antes de echarse a la calle a
pelear de nuevo. A arrancarle el botín a la vida donde ésta se deja. Lo
mejor de nuestra fiel infantería: empresarios y comerciales españoles
que no gastan más de lo preciso en dormir y comer, sobrios y tenaces;
pero que cada mañana, a la hora del combate, riñen con esos otros a
quienes todo sobra, tumbando a base de iniciativa e imaginación a
competidores de grandes compañías gringas que han hecho masters en
Harvard y escriben sin faltas de ortografía; y que sin embargo se ven,
sin comprenderlo, acuchillados por esos tipos duros, hambrientos y mal
afeitados que no tienen Visa Oro pero saben arreglárselas para hacer lo
imposible, por pura necesidad y desesperación. Porque hablan la lengua, o
se la inventan. Porque lo de buscarse la vida, asaltar murallas para
cobrarse pagas atrasadas o pelear en una trinchera, hambrientos y con el
barro hasta los huevos, lo llevan en la sangre. Pensé en todo eso, como
digo, mirando a esos tipos en la sala de espera del aeropuerto. Nunca
imaginaréis, concluí, con cuántas cosas me reconciliáis de nuestra perra
España. Calculé sus noches solitarias velando armas, mirando ventanas
de cielos extranjeros. La soledad y la dureza del combate librado a tus
solas fuerzas, sabiendo que el único día fácil es el que dejaste atrás.
Hombres y mujeres valientes, soldados metidos muy adentro en territorio
enemigo, que llevan al hombro, a su manera conmovedora, la vieja aspa de
San Andrés: los colores de sus modestas empresas -«I am from Murcia»,
oí decir a uno en El Cairo, hace treinta años, al policía que le pidió
la cartilla de vacunación que no llevaba-. Batiéndose a ciegas por la
negra honra y por desesperación. Por hambre. Mal pagados e ignorados en
su tierra, como siempre. De nuevo, también como siempre, la misma
historia. No sabemos vivir de otra manera.