Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
No sé quién es el maquiavélico hijo de puta que diseña los
servicios públicos de bares, cafeterías y restaurantes. No puede ser
casualidad. Rara es la vez que no salgo blasfemando en arameo. Antes,
uno abría el grifo del agua, se lavaba las manos con una pastilla de
jabón y las secaba con una toalla más o menos mugrienta, puesta en un
toallero o en uno de aquellos chismes donde corría por tramos, o en un
servidor de toallas de papel de ésos que hacen clic-clac y sale una.
Estaba chupado.
Ya no es así. En algunas tabernas con serrín en el suelo y borracho en la barra, todavía.En locales modernos, ni de coña. Si
llegas a un restaurante y sale una pava sofisticada que te tutea,
precediéndote hasta una mesa donde, gentileza de la casa, ponen una
espuma de erizo deconstruida al jarabe de grosella con virutas de
morcilla ibérica, sabes que cuando vayas a lavarte las manos puedes
darte por jodido. Siempre que voy al servicio de un restaurante
supermegapijo me detengo cauto en el umbral, mirándolo todo como cuando
iba a cruzar con Márquez u otros colegas una calle bajo fuego de los
malos. A ver dónde están las trampas, me digo. Dónde se esconde el
profesor Moriarty: el Napoleón del mal de la fontanería moderna. Diseño
incómodo aliado con mínimo esfuerzo y poco desembolso por parte del
propietario. Así que, suspicaz, antes de avanzar estudio el lavabo, el
toallero, el dispensador de jabón, los pulsadores, y sobre todo las
células fotoeléctricas, fotosensibles o como carajo se llamen. Dónde
acechan esas malas zorras, considero. Hay días en que me veo como aquel
espía de la película Bajo diez banderas, dispuesto a sortear los haces
de rayos invisibles que protegían la caja fuerte donde la Kriegsmarine
guardaba los secretos del corsario Atlantis.
La luz es lo primero: ese dispositivo que en teoría se enciende cuando entras y se apaga cuando sales, automáticamente, y que en
realidad lo hace cuando le sale de los cojones. Entras a oscuras
buscando el interruptor de la luz, pero no lo hay. Te paras, sales a
explorar, preguntas al camarero, entras de nuevo y pasas un rato
moviendo el cuerpo como un idiota hasta que se enciende, o no. Eso,
cuando no se apaga a media faena dejándote sin saber a dónde dirigir el
chorro. Que levante la mano el lector varón que no ha tenido que abrirse
la bragueta a oscuras, apuntando al buen tuntún en la noche procelosa
de un restaurante pijo, o miccionar con un mechero Bic quemándole el
pulgar de la otra mano. Porca miseria.
Lo del agua es otra. Ahora los grifos son automáticos. O
sea, que llegas, pones las manos debajo, y teóricamente sale agua. En
realidad, cuatro de cada cinco veces no sale una puñetera mierda. Te
quedas esperando en seco, a veces con un poco de jabón líquido que
tuviste la imprevisión de ponerte antes, moviendo las manos en vaivén,
mientras te miras la cara de gilipollas en el espejo, hasta que
descubres que si colocas la muñeca izquierda exactamente a 48 grados de
latitud norte del puto grifo, sale un chorro. Con el emocionante plus de
que, si el lavabo es de diseño moderno, ese chorro de agua rebotará en
el borde y se proyectará fuera alegremente, salpicándote de cintura para
abajo.
Lo mismo pasa con los secadores de manos con aire caliente. Lo de menos no es que el aire no salga caliente jamás -aunque algún
modelo inesperado puede abrasarte el pellejo en tres segundos-, sino que
éste funcione, o no. Por lo general es que no. Como en el grifo, pones
las manos mojadas debajo, las mueves de un lado a otro, y verdes las han
segado. Otra posibilidad es que haga puuuf cuatro segundos y se apague,
y no vuelva a hacer puuuf hasta medio minuto más tarde, tras varios
movimientos de manos y atroces juramentos por tu parte. Además, como ya
nunca hay toallas para secarte si te refrescas la cara, una bonita
variante es cuando te contorsionas con crujido de vértebras para situar
el careto bajo el chorro. Ahí pueden darse dos casos: el del chorro
abrasador que despelleja, o el intermitente flojito que sale frío. Con
lo que sueles volver a tu mesa con las manos y la cara mojadas, y una
llamativa mancha de humedad en la salpicada bragueta. La última vez
vestía yo chaqueta, corbata y camisa de puños con gemelos; y al
presionar con la palma de la mano el dispensador de jabón, éste me
proyectó un chorro de gel verde, no sobre la palma, sino sobre el puño
blanco de la camisa. Cuando zanjé aquello tenía el puño chorreando; y
por supuesto, el secador de aire dijo si te he visto no me acuerdo. Y
así volví a mi mesa: secándome las manos con disimulo en el mantel, un
puño de camisa mojado y otro no, goteándome la cara y con la bragueta
salpicada de agua. Como esos abueletes que no se la sacuden bien al
acabar, o tienen el muelle flojo.