Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Alguien escribió en cierta ocasión que si una historia de guerra
parece moral, no debe creerse. Y alguna vez lo repetí yo mismo. Pero eso
no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida,
la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la
protagonizan, y de quienes la cuentan. Ésta de hoy es una historia de
guerra, y quiero contársela a ustedes tal como algunos amigos míos me
han pedido que lo haga. La moralidad la aportan ellos. Yo me limito a
ponerle letras, puntos y comas.
Base de Mazar Sharif, Afganistán. Cinco guardias civiles, de comandante a sargento, perdidos en el pudridero del mundo, formando a
la policía afgana. Cinco guardias de veintidós llegados hace cinco
meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión
de alto riesgo, en una guerra a la que en España ningún Gobierno llamó
guerra hasta hace cuatro días. Los cinco de Mazar Sharif, como el resto,
eran gente acuchillada, porque lo da el oficio. Sabían desde el
principio que a la Guardia Civil nunca se la llama para nada bueno. Y
menos en Afganistán. Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro,
cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos. Aun así, lo
hicieron lo mejor que podían. Que era mucho. Atrincherados en una base
con americanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en
el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que
en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo
frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro. Los
únicos cinco españoles de la base, de la provincia y de todo el norte de
Afganistán.
Ellos y sus compañeros habían llegado a la misión tarde y
mal, aunque ésa es otra historia. Que la cuenten quienes deben
contarla. Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que
caracteriza al guardia civil, se pusieron al tajo. Como era de esperar,
no encontraron la mesa puesta. Quien estuvo por esos mundos con
militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de qué van las
cosas. Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en
el hombro como los piratas llevan el loro. Para hacerse un hueco entre
sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la
vieja receta de Picolandia: aprender rápido, trabajar más que nadie, no
quejarse nunca y ser voluntarios para todo. Y por supuesto, tragar
mierda hasta reventar. Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a
poco, los cinco hombres perdidos en Mazar Sharif se hicieron respetar.
Un triste día se enteraron de la muerte de sus dos compañeros en Qualinao. De la pérdida de dos guardias civiles de
aquellos veintidós que llegaron hace medio año, y de su intérprete. Y
pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera
norteamericana que ondea en la base fuese sustituida, aquel día, por la
española a media asta. Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay
norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y
también caen holandeses y polacos. Así que el jefe de los guardias
civiles, el comandante Rafael, fue a pedir permiso al jefe
norteamericano. Accedió éste, aunque extrañado por la petición. Saliendo
del despacho, el guardia civil se encontró con el jefe del contingente
francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la
bandera. En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca
se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los españoles, y con
el que más de una vez hubo broncas. Preguntó James si los muertos de
Qualinao eran guardias civiles como ellos, y luego se fue sin más
comentarios.
A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco guardias se dirigieron a donde estaba la
bandera. Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco españoles en
el culo del mundo: Rafael, Óscar, Rafa, Jesús y José. Cuando se
disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con
sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos.
Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines
norteamericanos. Y también los polacos y los holandeses. Hasta el
pequeño grupo de Dyncorp, la empresa de seguridad privada americana
destacada en Mazar Sharif, hizo acto de presencia. Todos se cuadraron en
silencio alrededor de los cinco españoles, que para ese momento
apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces,
sin himnos, cornetas, autoridades ni protocolo, el capitán Rafa y el
sargento José arriaron despacio la bandera.
Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes. Si lo parece, no
debemos creerla. Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la
virtud y mejora a los hombres. Por eso la he contado hoy.