Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace casi veinte años que, a menudo, uso sombrero para vestir. Como decían mi abuelo y mi padre, tiene la ventaja de poder quitártelo
cuando entras bajo techo, o delante de las señoras. Recurro a los
clásicos de fieltro, azul oscuro, marrón o gris, los días fríos de
invierno. Bajo la lluvia los uso de gabardina, y de panamá en verano,
cuando el sol pega fuerte. En ciudad siempre con chaqueta, naturalmente.
La chaqueta veraniega acabó convirtiéndose en hábito: una especie de
disciplina personal. Pocas veces me muevo ya, por lugares civilizados,
en mangas de camisa. A todo se acostumbra uno. La única pega es que,
cuando estoy comprando películas en El Corte Inglés, me confunden con un
dependiente y me piden Los bingueros de Pajares y Esteso. Fuera
de eso, lo de la chaqueta es muy llevadero. Algún amigo me pregunta si
no estaría más cómodo sin ella. Yo respondo que sí, que lo estaría. Pero
no veo por qué diablos necesitaría estar más cómodo. También es cómodo
ir en calzoncillos y chanclas por la calle, rascándose los huevos, y no
lo hago.
Volviendo al sombrero, el otro día un librero de la cuesta Moyano me dio que pensar. Vestía yo chaqueta azul oscuro, pantalón chino
beige, zapatos de ante marrones y panamá, y me interpeló: «¿A dónde vas
con sombrero, llamando la atención?». Respondí que estaba dando un
paseo, y manifesté mi extrañeza ante el hecho singular de que le llamase
la atención un panamá de toda la vida, comprado como cada primavera en
La Favorita, mi sombrerería habitual de la Plaza Mayor. Y más cuando él
mismo llevaba una gorra de vivos colores de guacamayo con visera de un
palmo. «Porque no creo -añadí- que vengas de jugar al béisbol». Seguí
camino, pero aquello me dejó pensativo. Continué pensándolo mientras
paseaba, mirando alrededor. El verano estaba en todo lo suyo, Madrid
hervía de gente, y era buen momento para digerir el comentario. Así que
me puse a ello.
Según aquel librero, yo llamaba la atención porque iba en verano con chaqueta y sombrero de panamá. Miré alrededor, intentando
confirmarlo. A ver quién más da el cante, me dije. Comprobemos mi
calidad de garbanzo negro observando qué otros transeúntes atraen la
atención por lo insólito de su aspecto o indumento, prendas de cabeza
incluidas. Pero todo parecía normal: el hormiguero urbano circulaba
apacible. Nadie parecía sorprenderse de sus semejantes. Yo era quien
llamaba la atención, según el capullo en flor del librero; pero el resto
de la humanidad se vestía con desconcertante aplomo. Registré unas
cuantas muestras al azar: un fulano de ciento veinte kilos, o así, con
el que me crucé en la calle Arenal, vestía camiseta de tirantes, bañador
de flores y chanclas de goma que le daban aspecto de paquidermo
informal. También se cubría con un sombrero parecido al mío; pero todo
cristo pasaba cerca sin echarle siquiera una mirada de soslayo -¿En qué
he fallado?, pensé inquieto, estudiándolo de arriba abajo-. Algo más
allá me crucé con una pareja natural como la vida misma: nadie volvía la
cabeza a mirarlos ni se daba con el codo, pese a que el individuo
llevaba piercings en la nariz y en las cejas, pantalón corto de
camuflaje con bolsillos enormes y un sombrero de jungla de alas anchas
muy arrugado, y su legítima -una morsa a la que rebosaban de la camiseta
ceñida dos ubres y varias lorzas de sudoroso tocino- lucía sombrero
vaquero, botas de pitufo hasta media pierna con treinta y dos grados a
la sombra, y llevaba todo el brazo izquierdo tatuado con motivos
satánicos. Junto a la plaza de Oriente vi a dos asiáticos con sombreros
de eso mismo, o sea, asiáticos: redondos, anchos y de paja,
apropiadísimos para recolectar arroz en el delta del Mekong o en
cualquier otro delta. Pero ni los miraban. De vuelta, cerca del arco de
San Ginés, me crucé con un pavo desnudo de cintura para arriba que iba
tocado con un sombrero mejicano de color rojo. Y, pasada la
chocolatería, le pisé inadvertidamente el muñón a un mendigo que estaba
tirado ocupando toda la acera -me insultó muy suelto, en lengua eslava-,
y que llevaba una camiseta de la universidad de Harvard, un cartel con
la frase: «Tengo ambre y 5 ijos», y se tocaba con un sombrero negro de
ala corta, tipo gánster años 60, como los que lucía Frank Sinatra cuando
cantaba A mi manera. Resumiendo: ninguno de ellos llamaba la atención. Vestían como lo más normal del mundo.
Meditando ésa y otras maravillas llegué a la plaza Mayor, donde me encontré con otro amigo que trabaja en el Ayuntamiento.
«¿Dónde vas con gorro?», me preguntó. Lo miré cinco segundos en
silencio. Luego dije: «Gorro es el que les pusieron a tus abuelos cuando
los quemaron en esta misma plaza. Cabrón». Y mientras se quedaba
descifrando el asunto, fui al bar Andaluz y pedí una cerveza.