Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me llama la atención algún comentario reciente sobre la nueva bala con que los ejércitos de la OTAN pretenden
sustituir la del calibre 5,56, que está en servicio desde que los
norteamericanos empezaron a utilizarla en Vietnam, hacia 1964. Cuando
esta munición fue presentada en sociedad, se planteó como una de sus
principales ventajas que era más ligera y podía transportarse en mayor
cantidad que el antiguo calibre 7,62. También que, al ser más pequeña,
en ciertos impactos no producía la muerte instantánea, sino heridas que
complicaban la logística del adversario con mutilaciones, evacuaciones,
hospitales llenos y cosas así. En lo de matar del todo, tampoco se
quedaba corta: otra ventaja -como ven, era una bala muy ventajosa, según
para quién- consistía en que, al viajar en el límite de su equilibrio,
cuando entraba en un cuerpo supuestamente enemigo seguía una trayectoria
irregular, provocaba el estallido de vísceras y dejaba al receptor
hecho un Ecce Homo.
Este último aspecto, el de la bala tonta que entra por un
pulmón y sale por la rabadilla, parece la pega principal que le
encuentran en las guerras de ahora. En Afganistán, por ejemplo, resulta
que los talibanes son demasiado flacos. Están más desnutridos y
delgaduchos de lo normal, y al proyectil no le da tiempo de fragmentarse
si toca hueso, o de zigzaguear como Dios manda: hace chas y atraviesa
los cuerpos con facilidad, en vez de hacer chof, quedarse dentro y
cumplir su obligación de reventar al prójimo. A eso hay que añadir que
los afganos son duros que te rilas, y mientras les vacías un cargador en
la tripa son capaces de comerte los hígados y marcarse una jota baturra
camino del Paraíso. Hace un siglo, en la guerra de los norteamericanos
contra los rebeldes moros en Filipinas -los gringos acababan de
anexionarse aquello por la patilla, después de echarnos en nombre de la
libertad, como suelen-, hubo un problema parecido con los fanáticos que
iban drogados y blandiendo machetes: no había forma de pararlos con
balas normales. Y del mismo modo que eso dio lugar a la invención del
Colt 45 -con bellotas de plomo capaces de tumbar a la madre que te
parió-, los ingenieros de ahora han puesto a punto una munición nueva
con proyectil de acero, menos contaminante que el plomo -bala ecológica,
la llaman los muy cachondos-, que lo mismo ponga mirando a Triana a un
talibán desnutrido que a un chino, a un negro, a un ruski o a un
narcopanchito bien cebados.
Hasta ahí, todo parece lógico. Las balas están para eso.
Bang. Otra cosa es que se utilicen, o no. Por esto llama la atención que
algún cantamañanas de los que confunden buen rollito con demagogia
chunga ponga el grito en el cielo, criticando que ahora se quiera matar
mejor a los afganos flaquitos. Como si morir escurrido de carnes
empeorase que te aligeren. Pero claro. Para el pacifismo barato y
elemental, querido Watson, es demasiado tentadora la imagen de un
talibán desnutrido, famélico, atravesado por una perversa bala de la
OTAN; y no menos irresistible denunciar cómo el malvado Occidente se las
ingenia para que el afgano que hasta ahora se libraba de refilón, por
estrecho de pecho, también se lleve lo suyo. ¿Importa tanto la anatomía
del soldado contrario?, preguntan. Cuando es evidente que la respuesta
es sí. Que igual peligro tiene un armario de cuatro por cuatro que un
Giacometti artillado. Que metidos en faena, la anatomía importa, y
mucho. Que en la vida estamos, como en el chiste, a setas o a Rolex. Y
que mejor no tener que hacerlo. Preferiría que no, como decía el amigo
Bartleby en el relato de Melville. Pero cuando no hay otra, y en un
momento dado tienes que pegarle un tiro a un talibán afgano, a un pirata
somalí o a un pigmeo de treinta y cinco kilos que te viene de malas,
aunque tenga menos carne que el manillar de una bicicleta, lo que
necesitas es algo que lo ponga patas arriba de la manera más eficaz
posible. Stop. Punto. Otra cosa es que las guerras sean malas, Pascuala.
Que disparar sea un acto fascista, que los ejércitos los inventara
Franco y toda la parafernalia al uso. En esto no me meto. Si no queremos
guerras ni soldados, o creemos más cómodo y barato que otros den la
cara por nosotros, pues vale. Me parecerá muy bien, entonces, que al
cabo Manolo lo saquemos de Afganistán para reciclarlo a corderito de
Norit sin fronteras: biberón en una cartuchera y chocolatinas en la
otra. Pero mientras siga allí, jugándosela, prefiero que, cuando se
arrime un talibán con Kalashnikov, Manolo le endiñe un bellotazo que lo
deje seco a la primera. Con balas convencionales, ecológicas o de hilo
musical. Eso me importa un huevo. Con lo que sea.