Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Qué repelús me dan los talibanes, pardiez.
Incluso -éramos pocos y parió la abuela arquitecta- los que trabajan
sobre una mesa de diseño y tienen un diploma colgado en la pared.
Recuerdo, y supongo que ustedes también, cuando Madrid era una ciudad
para caminar por ella, sentarse en sus plazas y tomar el pulso a la
calle y la vida. Qué tiempos. En algunos lugares, incluso, había
árboles. En vez de eso, los espacios abiertos que hoy se ofrecen a quien
se mueve por la capital de España son áridas superficies pavimentadas,
suelos extensos de piedra seca y dura, plazas desprovistas de sitios
para sentarse, explanadas hostiles sin sombra ni resguardo: simples
lugares de paso concebidos para que el transeúnte circule sin detenerse,
negándole todo descanso o comodidad. Remodelación del espacio urbano,
lo llaman. Adecuación a los nuevos tiempos. Nuevo concepto de ciudad, y
tal. Etcétera.
En los últimos años, Madrid se ha convertido en descarado campo de experimentación de la línea recta y los espacios desnudos.
Todo despojo y simplificación tiene aquí su asiento. Y su financiación.
Con el pretexto de quitar sitio a los vehículos para dárselo a los
ciudadanos, el ayuntamiento local se ha arrojado, sin pudor, en brazos
de los arquitectos radicales, fanáticos implacables del minimalismo
urbano y el concepto de ciudad como gigantesca vía de paso orillada por
locales comerciales, donde la única función del espacio abierto es
encauzar masas de compradores de tienda en tienda, con el bar o la
cafetería como único descanso. Este afán por convertir al ciudadano en
cliente de movimiento continuo, negándole todo reposo gratuito, raya en
la infamia. Ausencia absoluta de jardines, llanuras de piedra, inmensos
suelos de granito decorado por miles de chicles pegados en él. Gente
sentada en el suelo, ni un solo banco, algún asiento individual aislado,
vergonzante. Señoras embarazadas, personas de edad, caminantes
fatigados, turistas al filo de la deshidratación, vagan por esos páramos
enlosados como hebreos por la península del Sinaí, sin hallar un punto
donde reposar un momento, reponer fuerzas, dar de mamar al niño o echar
un cigarro. Es, al fin, la ciudad dura, seca y fría soñada por quienes
no la habitan, impuesta a la fuerza, sin consultar a nadie, entre cuatro
fanáticos de la desnudez urbana y sus cómplices municipales encantados
de salir en la foto, encandilados como bobos catetos ante los desafueros
avalados por la autoridad arrogante, autista, de cualquier firma de
prestigio.
Porque una cosa es cambiar el modelo de ciudad, adecuándolo a los nuevos tiempos, y otra triturar cuanto huela a tradicional,
ajustando los espacios urbanos a la dictadura de lo lineal y lo vacío.
El vecino, el transeúnte no apresurado, quien se demora en el paso y la
vida, son lo de menos. No cuentan. Y en los sitios más afortunados,
cuando hay donde sentarse, el paisaje no invita en absoluto: ni una
sombra, ni un árbol, ni una planta. Hormigón por todas partes, bloques
de granito sin respaldo en lugar de bancos, de manera que a los cinco
minutos debes levantarte con los riñones hechos cisco. En otros lugares,
ni siquiera eso. Si eres joven puedes sentarte en el suelo. Si no, a lo
legionario: marcha o muere. Y las explicaciones son de un cinismo
delicioso: el mobiliario urbano obstaculiza el paso, facilita el
botellón y permite que se instalen vagabundos y mendigos. Eso lo dice,
sin ruborizarse, el Ayuntamiento de una ciudad que es un inmenso
botellón permanente, y donde vagabundos y mendigos venidos de toda
Europa, nueva corte hispana de los milagros, acampan por centenares
donde les sale del cimbel, lo mismo en mitad de una acera transitadísima
que atestando los soportales de la Plaza Mayor o los pasajes
subterráneos.
Una anécdota final. Cuando la remodelación, hace un par de años, de la
explanada situada entre el museo del Prado y el claustro de los
Jerónimos, la Real Academia Española, situada en la esquina con la calle
Felipe IV, recibió una petición de los arquitectos responsables y del
Ayuntamiento para que árboles y arbustos que adornan el jardín
decimonónico de la Docta Casa fuesen talados o reducidos de tamaño.
Porque, cito de memoria, «rompían la armonía y las líneas limpias de la
nueva ordenación urbanística». O algo así. Tan osada e imbécil petición
fue discutida en el pleno de los jueves -entre intensas muestras de
hilaridad y choteo de los académicos, por cierto-, y la conclusión
final, resumida en corto y claro, fue que se mandara a los solicitantes a
hacer puñetas. «Si de armonía se trata, que planten árboles ellos»,
dijo alguien. Y allí sigue, orgullosamente intacto. Nuestro pequeño
jardín.