Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace tiempo que no hablamos de cine. Ustedes y yo, quiero decir. Una vez
les prometí una lista de mis películas del Oeste favoritas. No lo
olvido, y todo se andará. Hace poco, sin ir más lejos, vi de nuevo Sin
perdón -ya es la sexta o séptima vez- y no me abalancé a besar en
la boca a Clint Eastwood porque no lo tengo a mano. Recuerdo bien
cuando, en fechas todavía recientes, muchos que ahora babean con el
amigo Eastwood colocándole la socorrida etiqueta de imprescindible, lo
ponían de fascista y actor barato para arriba por Harry el sucio, El
sargento de hierro y cosas así. Como a John Wayne, hace tiempo. O a
John Ford. Los muy gilipollas.
Pero hoy quisiera hablarles de
otro cine. Alguna vez conté en esta página que apenas veo la tele; y
que cuando estoy en casa me calzo una película en deuvedé después de
comer y otra por la noche. A ese ritmo, ya pueden imaginar lo que cae:
los atracones que me pego, con películas y series de la tele. Hace unos
días liquidé la tercera temporada de Deadwood y la cuarta de The
Wire, y ya me gotea el colmillo esperando, con el ansia de un niño
al acecho de los Reyes Magos, la nueva serie bélica Pacific; que
sólo espero esté, como mínimo, a la altura de su extraordinaria
predecesora Hermanos de sangre.
La que vi ayer, por
quinta o séptima vez, no tiene relación con las que acabo de
mencionar. Es otro cine. Otro mundo. Y de aquí, por más señas. En
riguroso blanco y negro. Rodada entre 1943 y 1944. Hay una docena de
películas españolas realizadas entre los años treinta y los cincuenta a
las que tengo especial devoción: María de la O -la de Carmen
Amaya, ojo, no confundir con la de Lola Flores-, Mi tío Jacinto y
Calle Mayor, por ejemplo. También Rojo y Negro, una
singularísima película maldita sobre la Guerra Civil, sombría y
demoledora, que comentaré con más detalle en otra ocasión, pues merece
un artículo completo. Y, por supuesto, El clavo. Esa obra maestra
de Rafael Gil. La que hoy me hace teclear estas líneas.
El
clavo pudo haberla firmado cualquiera de los buenos directores
que pasaron por Hollywood. Su guión, sólido e interesante, con diálogos
de Eduardo Marquina, era una adaptación de la novelita del mismo título
de Pedro Antonio de Alarcón, y en aquel momento fue una película cuidada
y carísima, donde la productora Cifesa echó el resto: gran
superproducción para su época, resultó un pelotazo de taquilla en España
e Hispanoamérica. Historia de amor viajero que se convierte en trama
policíaca y acaba en melodrama romántico, ambientada en la segunda mitad
del siglo XIX, El clavo fue muy dignamente interpretada por el
galán de moda Rafael Durán -más tarde, ya en decadencia, doblador de la
voz de Cary Grant- en el papel del juez Zarco, y por la entonces
rutilante estrella cinematográfica Amparito Rivelles en la piel de la
misteriosa, joven y trágica Gabriela. Con el valor añadido de
secundarios de lujo como el enorme, entrañable, inmenso Juan
Espantaleón, que bordó el papel de secretario de juzgado con su
espléndida humanidad. Fotografiado todo ello de manera extraordinaria
por el gran Alfredo Fraile -inolvidable ese asombroso traveling aéreo de
la escena del carnaval-, quien siempre sostuvo que, de las 87 películas
en la que intervino como cámara, El clavo era el título del que
estaba más orgulloso.
He vuelto a verla, como digo, en el
deuvedé -antes la tenía en vídeo- de una interesante colección del
cine de Cifesa que incluye treinta años de cine español: desde películas
soberbias como Nobleza baturra, Currito de la Cruz -la buena-, Malvaloca o Morena Clara -qué delicia ver en formato moderno a Imperio
Argentina, Alfredo Mayo, Miguel Ligero o Manuel Luna- hasta histriónicos
panfletos como Agustina de Aragón o La leona de Castilla, con la insoportable Aurora Bautista, o torpes camelos como A mí la
legión: disparate bélico-patriotero, éste, que no resiste una
comparación con aquella estupenda La bandera, francesa, que protagonizó
Jean Gabin sobre el texto de Pierre MacOrlan. Pero cine español todo él,
a fin de cuentas. Y, pese a las imperfecciones del momento, reflejo de
una época, unos gustos y unos espectadores. Aun así, El clavo queda muy por encima de todo eso: es hoy, en esencia, una estupenda
película. Un folletín decimonónico clásico, policíaco y sentimental,
felizmente rescatado para que nuevas generaciones de espectadores puedan
comprobar, mirando hacia atrás con buena voluntad, que ni siquiera los
años oscuros, el cine del régimen, la censura y el control ideológico
anularon por completo el talento de los grandes contadores de historias.