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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 03/7/2005
Les hablaba la semana pasada de gente indeseable, como esos
fulanos que dejaron paralítico a un mozo de escuadra y luego,
sorprendiendo a una pareja de novios en un descampado, lo mataron a él
y la violaron a ella. Pero hubo un aspecto del asunto que me sigue
haciendo runrún en la cabeza. Decía en el artículo que no es lo mismo
ser un delincuente que se busca la vida en los límites de ciertas
reglas, que un cabrón desbocado al que todo le da igual. Y al releerlo
me di cuenta de que la mayor parte de amigos y conocidos a los que
mencionaba, o en los que pensaba mientras describía el primer grupo
-los malandrines que mantienen ciertos códigos-, casi todos son gente
mayor o están muertos. Y lo que abunda, cada vez más, es gentuza a la
que se le fue la olla, capaz de hacer daño sin el menor escrúpulo.
Escoria indeseable.
Pero claro. Ahí radica la cosa. Desde
las cavernas hasta la fecha, toda sociedad genera su basura. En los
tiempos que corren es absurdo exigir límites éticos a unos delincuentes
que se mueven en una sociedad carente de ellos. Una sociedad movida por
el afán desenfrenado de lucro inmediato, la ausencia de cultura, de
ideales, de memoria histórica. Toda esa gentuza desquiciada no es sino
la propia de tal sociedad, llevada a extremos de perversión y
disparate. Entre la clase delincuente, que en otro tiempo curraba
ciertos registros para mejorar su vida, ganar dinero y salir adelante,
la droga, la jeringuilla, el bicho del sida, lo destruyeron todo,
sustituyendo la palabra futuro por el aquí te pillo aquí te mato, por
la desesperación del callejón sin salida y la huida a toda leche hacia
el vacío, el rencor desesperado que se lleva por delante cuanto puede
antes de estrellarse contra la pared. Y todo con esa maldita, inmoral
televisión como referencia: no hay en la historia de la Humanidad
instrumento tan maravilloso en sus posibilidades y tan dañino en su
uso, en manos como está de sinvergüenzas sin escrúpulos. En vez de ser
vía de salvación y de lucidez, se ha convertido en motor de ambición y
de locura, en escaparate hacia el que convergen todas las pasiones
insatisfechas, todos los sueños imposibles, todas las mentiras, todas
las frustraciones que, ya desde niños, nos están volviendo enfermos y
locos.
Pongan la oreja, rediós. ¿Cuánto hace que no oímos pronunciar palabras como honradez, honor o decencia? ¿Quién habla de
eso en la escuela, o en la casa de cada cual? Contaminadas en otro
tiempo por una derecha hipócrita, analfabeta y estúpida, desgastadas
por meapilas que confunden decencia con longitud de falda, aborto y
preservativo, denostadas por imbéciles oportunistas que se dicen de
izquierdas, todas ellas suenan rancias, reaccionarias, y son abucheadas
por quienes se benefician de lo opuesto: los políticos decididos a
destruir lo que obstaculiza el negocio continuo donde viven y medran,
predicando un mundo virtual, falso, inexistente; creando conflictos
para vivir del cuento mientras meten el cazo en el mundo real. Aquellas
viejas palabras han sido sustituidas en el lenguaje de hoy por la
demagogia de los lugares comunes, por la esquizofrenia de hacer
compatible la murga de lo socialmente correcto con una sociedad
dislocada donde los auténticos valores, los únicos reales, son ganar
dinero, fanfarronear, exhibirse. Es lo que se enseña ahora en los
colegios: un mundo virtual, ajeno a la realidad, desmentido cada día
por los adultos. Algo que se destruye en cuanto le da la luz, pero sin
mecanismos morales para sobreponerse al golpe. Sin armadura ética. De
ese modo, lo que en realidad formamos a largo plazo es gente egoísta,
insolidaria, comprometida mientras no cueste mucho esfuerzo mantener la
postura social vigente. Y claro. Luego, cuando el joven educado en la
milonga sale indefenso a la calle, o se vuelve majareta, o traga para
sobrevivir, o se corrompe para medrar.
Cuando hace años murió alguien muy cercano y querido para mí, en el momento de bajarlo a la tumba alguien, entre sus amigos,
comentó: «Era un hombre honrado y un caballero». Y qué quieren que les
diga. Me pareció el mejor epitafio que un hombre puede desear para sí
mismo, pero temo que nadie dirá eso en mi funeral. No porque pueda o no
pueda serlo, que ése es asunto mío y no viene al caso; sino porque dudo
que alguien aprecie todavía el valor de esas palabras. Ahora, honrado
es sinónimo de tonto, y en la puerta de los servicios de los bares
llaman señora y caballero a cualquiera.