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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/5/2005
Mientras el 21 de octubre se acerca despacio, con viento flojo del nornoroeste, te apoyas en la barra del bar de
Lola, que hoy se llama La Gallinita de Cai y está en el barrio de la
Viña, con el Atlántico y el Estrecho ahí mismo. Y en la barra, a tu
lado, hay compadres que entran y salen, piden esto o lo otro, preguntan
cuánto se debe y pagan como hombres cabales, de esos que puedes dejar
tranquilamente a tu espalda sabiendo que por ahí nadie te la endiña. Y
te miras en el espejo donde pone Coñac Fundador y piensas: qué suerte
tienes, colega, de que esta tropa te llame amigo. El caso es que estás,
como digo, con una manzanilla y una tapita de jamón, mientras Fito
Cózar cuenta el chiste del burro y el león, y Juan Eslava sonríe
guasón, leal, como un armario lleno de historias. Junto a ellos, el
joven Fran, de Casas Viejas, se emociona recordando cómo Seisdedos y
sus paisanos dijeron hasta aquí hemos llegado y se liaron a tiros con
la Guardia Civil, Dani Heredia pone ojos de soñar con libros y con un
mundo de gente que lea, y Óscar Lobato, el viejo zorro con memoria de
linotipia y esa cara tallada por los siglos y por la vida, te cuenta la
prosapia, con nombre y apellidos, de quien plantó la viña que alumbra
la manzanilla que te bebes.
Siguen entrando, y cada uno paga una ronda. Mientras el fantasma entrañable de Carlos Cano le cuenta a Javier
Collado, el piloto del Pájaro, la historia de María la Portuguesa,
Antonio Marchena, el de la Caleta, viene de darse un remojón en el bajo
de la Aceitera y cuenta, mirándote con ojos de bronce tartésico, que
las cuadernas de los setenta y cuatro se distinguen todavía, a pesar de
que los cabrones de los ingleses de Gibraltar lo han expoliado todo
mientras aquí las autoridades se tocaban la minga. España, pisha.
Etcétera. Y al rato entra Paco Molero, con veintiséis tacos y ese
corazón que le salta en el pecho cuando mira hacia el mar y la
historia, con la cabeza ocupada por el proyecto
histórico-pedagógico-textil que tiene entre manos, esas camisetas
conmemorativas de una batalla perdida para las que se ha entrampado
hasta las cejas. Y mientras se toma un vino de Jerez, a su lado Miguel
Galeote pone sobre la barra, para que la admiremos, la reproducción
perfecta, a escala, del almirante Gravina. Que sólo le falta hablar.
El caso, como digo, es que estás entre ellos y dices: son mis compadres y la siguiente andanada de a 36 libras la
pago yo. Entonces ves al final de la barra un periódico con los
titulares llenos de esa otra España virtual, divorciada de la real. De
ese zoco moruno de golfos encorbatados y sin encorbatar que te agría la
leche, quieras o no quieras, a cada paso que das en este país
desgraciado que tan mala suerte tiene. Y piensas: hay que ver. Tanto
sinvergüenza donde siempre, que para eso no pasa el tiempo. Tanto
oportunista, tanto demagogo, tanto cretino arrogante, tanto analfabeto,
tanto insolidario, tanto irresponsable gobernando u oponiéndose,
turnándose en la infamia desde hace siglos. Devolviéndonos al pozo cada
vez que estamos a punto de sacar dignamente la cabeza, y lavándose
luego las manos diciendo yo no sabía, no era mi intención, yo sólo
pasaba por ahí. Entiéndaselas con el almirante francés, o con el
maestro armero. Siempre salió barato hacer el destrozo y escurrir luego
el bulto en este país con tan mala memoria, donde ningún culpable paga
los tiestos rotos. Y sin embargo, pese a todo, tan siniestros fulanos
no consiguieron acabar nunca con los Nicolás Marrajo que estaban de
turno, con la delgada línea gris que todavía vertebra lo que nos queda.
Con la gente que apechugó junto a la Aceitera, o donde fuera, y que hoy
aguanta cada día en el trabajo, en la vida, en los sueños que ni
siquiera nuestra nauseabunda clase política ha podido truncar.
Tataranietos, nietos, hijos de aquellos pobres héroes sacados de
hospitales, cárceles y tabernas, que pagaron, como siempre, por los que
no pagan nunca. Reflexionar sobre todo eso cabrea mucho, claro. Pero
también salva un poquito. O un muchito. De pronto echas un vistazo
alrededor, miras los caretos honrados que tienes cerca, te asomas la
calle y piensas, bueno. Menos mal que existe el bar de Lola, y ahí se
te quita el frío. Si uno se fija, aún queda gente, y ganas. Y dignidad.
Quizá, después de todo, esos hijos de puta no puedan con nosotros. Y
esta vez no me refiero a los ingleses.