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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 03/4/2005
Además de los perros, me gustan los críos pequeños. Me refiero a los de cuatro, cinco años, o así. Apurando mucho, llego
hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse
demasiado a los adultos en que tarde o temprano se convertirán.
Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío que no destaca por
su filantropía. Herodes vio la jugada: habría que despacharlos cuando
carecen de currículum y aún no son estúpidos, malvados o peligrosos.
Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Antes de que dejen
de ser deliciosos animalitos para convertirse en basura y azote del
mundo. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico. Yo no llego a
ese extremo, pero denme tiempo. Es verdad que a veces me pregunto para
qué crecerán. Para qué diablos crecemos.
El caso es que me gusta observar a los críos. Son fascinantes. Como los adultos somos imbéciles, creemos que
funcionan sin ton ni son, en plan majareta; pero en realidad actúan y
razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la
clave. Son metódicos e implacables como un filósofo alemán. Cuando
asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin
descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el
niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote
los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces
implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos,
tan crueles en sus combates, tan cabales en sus sanciones. Son lo que
los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser
y ya nunca somos.
Ayer me detuve ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del
recreo, y correteaban por el patio los zagales, con sus babis los más
pequeños y sus jerséis de pico los mayores. Estuve un rato viéndolos
alborotar en corros, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en
los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me
quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si
desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la
reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las
manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al
que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede
ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué
ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden
aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que
encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos
años más, constituyen un misterio.
En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba el pelo muy corto y estaba
sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto
sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al
griterío del patio, pasando las páginas enrocada en aquel rincón del
mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con
expresión plácida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo
de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que
aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la
conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad. Enternecedoramente
pequeña, sola y orgullosa, con su jersey de pico verde, su falda de
cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a
todo. Ella y su libro.
Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un Hermano de la Costa
le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver
la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño,
intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no
necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y
de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y
por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en
el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de
nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese
libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con
sigiloso respeto de la verja, pensé: Herodes se equivocó. Quizá ella se
salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo
que somos.