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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 26/1/2009
Cada vez que voy al Museo Naval paso junto al cuartel general de
la Armada, donde los infantes de marina, vestidos con uniforme de
camuflaje, siempre son tipos con cara de indio. Eso me dispara la
sonrisa cómplice, recordándome Nicaragua y El Salvador, cuando fulanos
idénticos a éstos, con uniformes parecidos, se daban estopa con valor y
crueldad inauditos. A pesar de las apariencias, esos tíos bajitos con
cara de llamarse Atahualpa son extraordinarios soldados, bravos hasta
lo increíble, duros y orgullosos de cojones. Lo que pasa es que como
son chiquitos y con ese hablar suave, despistan. Sobre todo si van en
moto de mensaka con el casco a lo Pericles, o pasean el domingo con la
familia por el parque del Oeste. El golpe de vista engaña mucho. Pero
quien sepa leer en los ojos de la gente, que los mire bien. Y si no,
que lea a Bernal Díaz del Castillo.
Esto viene al hilo de una carta reciente. Comentando un
artículo mío, en el que contaba cómo un comanche pasado de agua de
fuego me llamó cabrón y del Pepé por llevar corbata, un lector torpe
interpretando sujeto, verbo y predicado, concluye con la siguiente
frase: «Hay que joderse con los panchitos». Y para qué los voy a
engañar. Ese equivocado compadreo me fastidia un poco. Sobre todo
porque veo que mi comunicante no entendió una puta línea. Así que voy a
intentar explicarlo algo más claro.
En mi opinión, si alguien tiene derecho a estar en España -lo tiene, claro, mucha otra gente- son los emigrantes
hispanoamericanos, sean mestizos o indios puros como la madre que los
parió. Porque son nuestros, o sea. Somos nosotros. Me troncho cuando
aquí decimos que, a diferencia de los anglosajones, los españoles no
exterminaron a los indígenas y se mezclaron con ellos. Cuando lees la
letra pequeña de las relaciones de Indias, adviertes que los españoles
-mis abuelos se quedaron aquí, ojo- fueron a América a buscar oro y a
calzarse indias. Y si no exterminaron a los indios, fue porque
necesitaban esclavos para las minas y criados para las casas. A cambio,
es cierto, los de allí obtuvieron una lengua hermosa y universal. Pero
la pagaron cara, y la pagan, con la herencia de corrupción y
desbarajuste que la estúpida y egoísta España dejó atrás. Cierto es que
llevan doscientos años reventándose solos, sin nuestra ayuda. Pero
nadie históricamente lúcido puede olvidar la culpa original. Una
responsabilidad que, por otra parte, hace babear a políticos
analfabetos y elementales ante golfos populistas que, bajo el poncho de
la retórica, tomaron el relevo en el arte de chulear y estafar a su
gente.
Ahora vienen, buscando futuro, al sitio natural donde los trae la lengua que se les dio y la religión que se les impuso. Vienen a
donde tienen derecho a venir, trayendo sangre nueva, ilusión, capacidad
de trabajo, idas y coraje, con la determinación de quien no tiene nada
que perder. Llegan como carne de cañón, a comerse los más duros
trabajos de esta España con la que soñaron. Su error es creer que
llegan a Europa. A un sitio que imaginaban civilizado, culto, con
políticos decentes y valores respetables. Pero encuentran lo que hay:
demagogia, picaresca y poca gana de currar. Y además, la crisis. Así,
en cuanto espabilan, algunos se españolizan. Aprenden a mimetizarse con
el entorno, a esforzarse lo justo. A ser lo groseros que en su tierra
no fueron nunca. A despreciar a estos españoles maleducados que tanto
aire se dan pese a ser una puñetera mierda, incapaces de valorar lo que
tienen y lo que podrían tener.
Descubren también la clave mágica española: el victimismo. Aprenden pronto a explotar la mala conciencia y lo políticamente
correcto, a montar pajarracas sabiendo que nadie va a negarles, como a
los moros y los negros, el derecho a exigir incluso más de lo que
exigen los propios españoles. En todo caso se les dará, no por sus
méritos de trabajo, educación o cultura, que a menudo los tienen, sino
por el qué dirán, por el no vayan a creer que soy racista, o lo que
sea. Y a eso, algunos -no todos, pero no pocos- suman malas costumbres
que traen de allí: la afición a ponerse hasta arriba de alcohol, a
conducir mamado hasta las patas, y la tradicional bronca de fin de
semana, tirando de arma blanca o de otro calibre; con ese orgullo
valiente y peligroso del que hablaba antes, y que lo mismo puede ser
una virtud que una desgracia, cuando no se maneja con cabeza. Y
mientras, las autoridades que deberían acogerlos y educarlos,
planificando para ellos una España futura, inevitable y necesaria,
emplean su tiempo y nuestro dinero en contaminarlos de la sarna
política al uso, adobada con la más infame demagogia. En atraerlos a su
puerco negocio, halagándolos de manera bajuna y jugando con ellos al
trile de los votos, sin que importen a nadie su pasado, su presente o
su futuro. Haciendo lamentar, a los lúcidos, que la suya sea el español
y no otra lengua que les permita irse a otro país que de verdad sea
Europa.