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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 05/1/2009
Lo bonito del putiferio en el que, poco a poco, nos instalamos con toda naturalidad, es que las películas de Berlanga empiezan a ser,
comparadas con el paisaje actual, versiones sosas de lo nuestro. Eso
está bien, pues con algo hay que disfrutar antes de palmarla. Y los
periódicos, y los telediarios, y tender la oreja al runrún de cada día,
deparan momentos sublimes de juerga moruna. Dirán algunos que de
ciertas cosas no hay que reírse, pues nada tan virtuoso como la
indignación ante la injusticia o la estupidez. Pero uno acaba por
asumir lo evidente. En España, la justicia, las virtudes y la
indignación ajena importan un huevo de pato. Derechas, izquierdas,
nacionalistas y demás oportunistas, ciudadanos de infantería incluidos,
cada cual va a lo suyo. Impasible mientras no le toque. El héroe
nacional no es don Quijote, sino don Tancredo. De manera que, como
analgésico, a veces resulta útil atrincherarse en la risa. Reír, según
la manera, es también un modo de ciscarse en su puta madre. En la de
ellos -rellenen ustedes con nombres la línea de puntos- y en la de los
incautos e imbéciles que los engordan.
La última es finísima. Buscando los restos de doce republicanos asesinados en el pueblo turolense de Singra, una asociación para la
recuperación de la llamada memoria histórica desenterró hace más de un
año, por error, treinta y seis cadáveres de soldados muertos durante la
Guerra Civil, en la batalla de Teruel. Examinados los restos por un
equipo de arqueólogos y forenses, y tras comprobar que allí nadie había
sido fusilado, sino que todos eran hombres -muchos muy jóvenes- muertos
en combate, los bienintencionados desenterradores no supieron qué hacer
con tanto fiambre fuera de programa. De haber sido los doce
republicanos asesinados, la historia habría salido redonda: homenaje a
las víctimas, malvados nacionales y demás parafernalia. Incluso con
soldados leales a la República, el asunto habría tenido por dónde
agarrarse. Pero se daba la incómoda circunstancia de que los muertos,
enterrados en fosa común en el mismo campo de batalla, pertenecían
tanto al ejército nacional como al republicano. Eran de los dos bandos,
mezclados en la barbarie de la guerra y la tragedia de la muerte.
Españoles sepultados juntos, como debía y debe ser. Como lección y
homenaje, deliberado o casual, de sus enemigos y compañeros. Así que
imaginen el papelón. Nuestro gozo en un pozo, colega. Esto no hay quien
lo venda al telediario. Treinta y seis aguafiestas jodiendo el invento.
Pero lo más fino es la solución. Tan de aquí, oigan. Tan española. Disimula, Manolo, y silba mirando para otro lado. Unas cajas
de cartón, el alijo dentro, y los treinta y seis juegos de huesos
depositados en las antiguas escuelas del pueblo. Guarden esto aquí un
momento, háganme el favor, que vamos a comprar tabaco. Hasta hoy. Y
mientras escribo esta página, los despojos llevan trece meses muertos
de risa, metidos en las mismas cajas,
sin que nadie se haga responsable. El alcalde de Singra, que es
socialista, anda un poquito mosqueado, diciendo que no está bien tener
ahí los huesos de cualquier manera; que cualquier día entran unos
perros y se ponen ciegos mascando fémures de ex combatientes, y que los
de la asociación desenterradora tendrían que hacerse cargo del asunto,
comprar féretros y sepultar aquel circo como Dios manda. Y los otros,
por su parte, llamándose a andana. Diciendo que, como no son los
familiares que buscaban, pues que tampoco hay prisa, buen hombre. Ni se
acaba el mundo ni nos corren moros, que decían los clásicos. La
asociación es modesta, no está para muchos gastos, y ya se hará cargo
cuando buenamente pueda. Si puede.
Y claro. Uno piensa que, por azares de la vida y de la Historia, quien pudo acabar en esa fosa tan alegremente abierta pudo ser mi tío
paterno, el sargento republicano de diecinueve años Lorenzo
Pérez-Reverte; o el alférez nacional Antonio Mingote Barrachina, que es
la bondad en persona, con quien me siento cada jueves en la RAE; o el
padre de mi compadre Juan Eslava Galán, que hizo media guerra en un
bando y media guerra en otro. Y los imagino a todos ellos, o a otros
como ellos, descansando tranquilos y a gusto desde hace setenta años en
su fosa común de Singra o de donde sea, bien juntos y revueltos unos
con otros, rojos y nacionales, tras haberse batido el cobre con saña
cainita y mucho coraje, como Dios manda. Y en eso llega una panda de
irresponsables, les pone los huesos al aire y los deja en cajas de
cartón, porque en realidad buscaban a otros. Y las quejas, al maestro
armero. E imagino sus chirigotas y carcajadas de caja a caja y de hueso
a hueso. Fíjate, compañero. Memoria histórica, la llaman. Hay que
joderse. ¿Sabrá un burro lo que es un pictolín? Triste y estúpida
España, la nuestra. La de entonces y la de ahora. Por esta peña de
subnormales no valía la pena matarnos, como nos matamos.