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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 22/12/2008
No es preciso recorrer campos de batalla. Hay combates callados,
insignificantes en apariencia, que marcan como la más dramática
experiencia. El episodio que quiero contarles hoy no está en los libros
de Historia. Es humilde. Doméstico. Pero trata de un combate perdido y
de la melancolía singular que deja, como rastro, cualquier aventura
lúcida. Empieza en el césped de un jardín, cuando el protagonista de
esta historia encuentra, junto a su casa, un polluelo de gorrión. Ya
tiene plumas pero aún no puede volar. Lo intenta desesperadamente,
dando saltos en el suelo. Observándolo, Jesús -lo llamaremos Jesús, por
llamarlo de alguna forma- se esfuerza en recordar lo poquísimo que
conoce de pájaros: si los padres tienen alguna posibilidad de salvar al
polluelo y si éste acabará por remontar el vuelo, de regreso al nido.
La Naturaleza es sabia, se dice, pero también cruel. Cualquiera sabe
que muchos pajarillos jóvenes y torpes caen de los nidos y mueren.
Un detalle importante: a Jesús lo acompaña su perro. El fiel cánido está allí, mirando al polluelo con las orejas tiesas, la
cabeza ladeada y una mirada de intensa curiosidad. Como todos los que
tienen perro y saben tenerlo, Jesús no puede permanecer impasible ante
la suerte de un animal desvalido. Tampoco puede irse por las buenas,
dejando a aquella diminuta criatura saltando desesperada de un lado a
otro. No, desde luego, después de haber visto crecer al perro, de leer
en su mirada tanta lealtad e inteligencia. No después de haber
comprendido, gracias a esos ojos oscuros y esa trufa húmeda, que cada
ser vivo ama, sufre y llora a su manera. Así que Jesús busca entre los
árboles, mirando hacia arriba por si encuentra el nido y puede subir
hasta él con el polluelo. Pronto comprende que no hay nada que hacer.
Pero la idea de dejarlo allí, a merced de un gato hambriento, no le
gusta. Así que lo coge, al fin, arropándolo en el bolsillo del
chaquetón. Y se lo lleva.
En casa, lo mejor que puede, con una caja de cartón y retales de manta vieja, Jesús le hace al polluelo un nido en la terraza
que da al jardín. Y al poco rato, de una forma que parece milagrosa,
los padres del pajarito revolotean por allí, haciendo viajes para darle
de comer. Todo parece resuelto; pero otros pájaros más grandes, negros,
siniestros, con intenciones distintas, empiezan también a merodear
cerca. No hay más remedio que cubrir el nido con una rejilla
protectora, pero eso impide a los padres alimentar al gorrioncito.
Jesús sale a la calle, va a una tienda de mascotas, compra una papilla
especial para polluelos e intenta alimentarlo por su cuenta; pero el
animalillo asustado, temblando, trata de huir y pía para llamar a los
suyos, rechazando el alimento. Eso parte el alma.
Jesús, impotente, comprende que de esa manera el polluelo está condenado. Al fin decide buscar en Internet, y para su sorpresa
descubre que hay foros específicos con cientos de consejos de personas
enfrentadas a situaciones semejantes. Siguiéndolos, Jesús da calor al
polluelo entre las manos mientras le administra la papilla gota a gota,
con una jeringuilla; hasta que, extenuado por el miedo y la debilidad,
el gorrioncito se queda dormido entre los retales de manta. Quizás al
día siguiente ya pueda volar. De vez en cuando, tal como ha leído que
debe hacer, Jesús se acerca con cautela y silba bajito y suave, para
que el animalito se familiarice con él. Hasta que al fin, a la cuarta o
quinta vez, éste pía y abre los ojillos, con una mirada que pone un
nudo en la garganta. Una mirada que traspasa. Jesús no sabe qué grado
de conciencia real puede tener un pajarito diminuto; sin embargo, lo
que lee en esa mirada -tristeza, miedo, indefensión- le recuerda a su
perro cuando era un cachorrillo, las noches de lloriqueo asustado,
buscando el abrazo y el calor del amo. También le trae recuerdos vagos
de sí mismo. Del niño que fue alguna vez, en otro tiempo. De las manos
que le dieron calor y de las aves negras que siempre rondan cerca,
listas para devorar.
Por la mañana, el gorrioncito ha muerto. Jesús contempla el cuerpecillo mientras se pregunta en qué se equivocó, y también para qué
diablos sirven tres mil años de supuesta civilización que no lo prepara
a uno, de forma adecuada, para una situación sencilla como ésta. Tan
común y natural. Para la rutinaria desgracia, agonía y muerte de un
humilde polluelo de gorrión, en un mundo donde las reglas implacables
de la Naturaleza arrasan ciudades, barren orillas, hunden barcos,
derriban aviones, trituran cada día, indiferentes, a miles de seres
humanos. Entonces Jesús se pone a llorar sin consuelo, como una
criatura. A sus años. Llora por el pajarillo, por el perro, por sí
mismo. Por el polluelo de gorrión que alguna vez fue. O que todos
fuimos. Por el lugar frío y peligroso donde, tarde o temprano, quedamos
desamparados al caer del nido.