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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 10/8/2008
Hay un bonito ejercicio visual, interesante cuando estás de viaje y con poco que hacer. Sentado, por ejemplo, en la terraza del
bar frente al museo nacional de Kioto, o bajo el reloj del ayuntamiento
de Praga, o en el Pont des Arts, camino del Louvre. En cualquier lugar
por donde transiten grupos de turistas dirigidos por un guía que
levanta en alto, sufrido y profesional, una banderita, un pañuelo al
extremo de un bastón, o un paraguas. El asunto consiste, observando
aspecto y comportamiento de los individuos, en establecer de lejos su
nacionalidad.
Hay grupos con los que, aplicando estereotipos, no se falla nunca. Pensaba en eso hace unos días, en Roma, viendo a unos sacerdotes
altos y guapos, en mangas de camisa negra de cuello clergyman, con
suéteres elegantes de color beige colgados de los hombros y zapatos
náuticos marrones. Atentos pero con aire un poco ausente, como si su
reino no fuera de este mundo. La conclusión era obvia: curas de Boston
para arriba, Nueva Inglaterra o por allí. Contrastaban con otro grupo
próximo: rubicundos varones con aire jovial de campesinos endomingados,
legítimas cloqueando aparte, de sus cosas, e hijas jovencitas
siguiéndolos con desgana, vestidas con pantalones de caja muy baja y
ombligos al aire, acribillados de piercings. No había necesidad de
oírles hablar gabacho para situarlos en la Francia rural profunda. Creo
que hasta exclamaban: «¡Por Toutatis!».
Cuando se tiene el ojo adiestrado, un primer vistazo establece la nacionalidad de cada lote. Hasta de lejos, cuando podría
confundírseles con adolescentes bajitos, a los japoneses se les
reconoce porque siguen al guía -por lo general, chica joven y también
japonesa- con una disciplina extraordinaria: nunca tiran nada al suelo
ni se suenan los mocos, fotografían todos desde el mismo sitio y al
mismo tiempo, e igual hacen cola hora y media bajo la lluvia para
subirse a una góndola en Venecia
que para beber sangría en un tablado flamenco de La Coruña. Todos
llevan, además, bolsas de Louis Vuitton.
Identificar a los ingleses es fácil: son los que no hablan otro idioma que el suyo y llevan una lata de cerveza en cada mano a las
nueve de la mañana. En cuanto a los gringos de infantería, clase media
y medio Oeste, se distinguen por sus andares garbosos, las apasionantes
conversaciones a grito pelado sobre el precio del maíz en Arkansas, y
en especial por esa patética manera que tienen ellos, y sobre todo
ellas, cuando son de origen blanco y anglosajón, de hacerse los
simpáticos condescendientes con camareros, vendedores y otras clases
subalternas de los países visitados. Queriendo congraciarse con los
indígenas como si los temieran y despreciaran al mismo tiempo: mucha
risa y palmadita en la espalda, pero sin aflojar -que es lo que importa
a los interesados- un puto céntimo. Si ve usted a una gilipollas rubia
y sonriente haciéndose una foto en Estambul entre dos camareros con
pinta de rufianes que le soban cada uno una teta, no tenga duda. Es
norteamericana.
A los alemanes también está chupado situarlos. Hay
mucho rubio, las pavas son grandotas, todos caminan agrupados y en
orden prusiano, se paran exactamente donde deben pararse, la mitad
suelen ir mamados a partir de las seis de la tarde, y cuando viajan por
Europa algunos padres explican a los niños pequeños, no sin tierna
emoción filial: «Mirad, hijos míos, este pueblo lo quemó el abuelito en
el año cuarenta y uno, este monumento restaurado lo demolió en el
cuarenta y tres, este barrio lo limpió de judíos el tío Hans en el
cuarenta y cinco».
Pero los inconfundibles somos los españoles: hasta los negros nos ven llegar y saludan, antes de que abramos la boca: «Hola, Manolo,
mucho barato». Somos los que, después de regatear media rupia a un
vendedor callejero, dejamos propinas enormes en bares y restaurantes.
Los que afirmamos impávidos que, frente a un Ribera del Duero, los
vinos de Toscana o de Burdeos son el Don Simón en tetrabrik. Somos los
que después de comprar en una tienda a base de «yes», «no» y «tu mach
espensiv», salimos diciendo: «Aquí no saben ni inglés». Somos los que
fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel
prohibiendo hacer fotos. Para identificarnos no hay error posible: un
guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los
españoles comprando postales, sentados en un bar a la sombra,
haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la
pirámide. Y cuando, después de hablar quince minutos en vano, el pobre
guía reúne como puede al grupo para seguir camino, siempre hay alguien
que viene de comprar postales, mira el Taj Majal y pregunta: «¿Y esto
qué es?».