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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 17/2/2008
Alguna vez les he contado que, después de la publicación de cada
novela, llega abundante correo de lectores advirtiendo de tal o cual
errata en la página equis. Es una correspondencia que cualquier
novelista, supongo, recibe con curiosidad y agrado -aparte el disgusto
cuando la errata detectada es gorda-, pues indica, sobre todo, que hay
lectores que se enfrentan a la obra que uno acaba de parir con interés,
y llevan éste al extremo de colaborar con el autor en que la cosa quede
lo más perfecta posible, dentro de lo que cabe. De esa forma, si hay
suerte y el libro conoce nuevas ediciones, éstas se imprimirán sin
mácula, corregidas como Dios manda.
Eso se refiere también a los descuidos y errores que
puede contener el texto. Escribir una novela es poner en pie un
artefacto complejo, con reglas, estructura y mecanismos internos. En
ese proceso artesano pueden cometerse errores, como digo, o descuidos,
bien por ignorancia del autor del jardín donde se mete, o bien porque
maneja un dato equivocado, que olvida comprobar o que cita de memoria.
Es clásico -nos ha pasado cien veces a todos- el caso de la página
leída una y otra vez durante la fase de corrección, cuyo gazapo sólo
salta a la cara el día que recibimos el primer ejemplar impreso, apenas
abrimos al azar la página correspondiente. Resulta un clásico del
oficio aquella antigua fe de erratas -apócrifa, imagino, pero
deliciosa- puesta junto al colofón de un libro: «Certificamos que este texto no contiene ninguna errita».
Lo cierto es que escribir historias desde hace veinte
años me hace tener mucho respeto por todos mis colegas, pues conozco
bien el trabajo que hasta la peor novela tiene dentro, o casi. Por eso
casi nunca hablo en público de títulos que no me gustan, excepto los
perpetrados por algún buscapleitos que previamente me haya metido de
forma desagradable los dedos en la boca. Por lo demás, siempre me he
negado a hacer crítica de libros en suplementos culturales y otros
lugares supuestamente literarios. No es mi vocación ni mi oficio, y
doctores tiene el asunto.
Volviendo a lo de las erratas y descuidos, un caso
singular, aparte, es el del cazador de erratas profesional, que a
menudo resulta experto en la materia. Escribes, por ejemplo, en la
página tal, que el lugre Le Coureur (1776) iza el ancla con el
cabrestante, y siempre hay un fulano capaz de averiguar que un lugre de
sesenta y seis pies -encima va y te dice la eslora, el jodío- no
llevaba a proa cabrestante, sino molinete. A veces, los autores
perversos ponemos trampas en el texto destinadas precisamente a esos
rastreadores implacables -coyotadas, las llaman unos amigos míos-; pero
aun así, los buenos no se dejan engañar, y siempre son ellos los que te
pillan a ti. Como digo, son raza aparte. Y te recuerdan que eres
mortal. Que, por mucho que sepas de algo, siempre habrá alguien que
sabe más que tú.
Otra cosa son los cantamañanas y los listillos tocapelotas, que escriben tirándote de las orejas por tal error
histórico o lingüístico con un tono de superioridad tal que incrementa
tu placer al ver cómo se columpian, cuando lo hacen. Un ejemplo es la
carta que recibí a poco de publicarse mi última novela, con todo un
profesor de Lengua y Literatura denunciando «errores lingüísticos graves» y metiendo, de paso, la gamba hasta el corvejón. Lo curioso es que el
fulano no me la dirigió a mí, en plan reservado o personal, sino a la
Real Academia Española en general, como denunciándome en plan chivato
ante la Institución.
«Perez-Reverte -señalaba, despectivo, retirándome el señor, el don y el excelentísimo a que, modestia aparte, allí tengo derecho- confunde
hasta seis veces el verbo intimar con intimidar. Les ruego que hagan
llegar esta nota al escritor y a los correctores de estilo de su
editorial». Así que imaginen con qué placer, goteándome el
colmillo, escribí, contra lo que acostumbro, mi respuesta en papel de
cartas color hueso, impreso con mi nombre y el bonito escudo de la RAE:
«Muy Sr. Mío: le quedaría muy agradecido si, la próxima vez, en
lugar de hacernos perder el tiempo con tonterías a la Academia y a mí,
consultase antes el Diccionario de la RAE (Intimar: página 877, primera
acepción). Le recomiendo el uso frecuente de esa obra (también editamos
una Ortografía y una Gramática) para que, de ese modo, evite hacer de
nuevo el ridículo pasándose de listo».
Hay días en los que me encanta ser académico. Por lo que jode. Para qué les digo que no, si es que sí.