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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 17/6/2007
Le hago la señal al taxi al ver su lucecita verde y el cartel de Libre, y un segundo después compruebo que hay otra
persona en el asiento contiguo al conductor: una joven rubia. Demasiado
tarde para dejar que el vehículo siga adelante, pues se detiene. No es
frecuente, pero ocurre: subir a un taxi a cuyo conductor acompaña,
durante parte del trayecto, un pariente, novia, esposa o lo que sea. No
es agradable, pero tampoco hay mucho que objetar. Rechazarlo sería
descortés. Así que, resignado, abro la portezuela, doy los buenos días
y me acomodo en el asiento posterior. «A Felipe IV, número 4», apunto.
Luego abro el catálogo de una librería de viejo que acabo de recibir. «Azaña, Manuel. La invención del Quijote y otros ensayos. 20 €», empiezo a leer. El taxi arranca.
A los quince segundos comprendo que he cometido un error. Por los altavoces suena un bakalao estremecedor, pumba, pumba, que
retumba en mi caja torácica. El taxista es joven, de la variedad
macarra madrileña en versión posmoderna, tatuajes y actitudes
incluidas, que conduce a base de frenazos bruscos y golpes de volante,
saltándose carriles mientras me zarandea de un lado para otro. Por si
fuera poco, está encabronado con su novia, que es la rubia que va en el
asiento de al lado, delante de mí, con el pelo largo agitándose a un
palmo de mi nariz a causa del viento que entra por la ventanilla
abierta. «Te digo que no passsa nada», repite él una y otra vez,
mientras la torda le pone morros y lo llama cabrón por lo bajini. «Y a
esa tía -añade el taxista, sin especificar nombres- le voy a dar dos
hostias por bocazas.» A tales alturas, el drama humano que se
desarrolla a cuatro palmos de mis orejas impide que me concentre en el
catálogo. «Conyers, Frank. Manual del tintorero y quitamanchas, 25 €», leo distraído. De pronto, el taxista hace otra maniobra brusca, frena,
acelera, me doy contra el asiento de la rubia y pasamos por centímetros
entre un autobús municipal y un mensaka en moto. «No tengo ninguna
prisa», le digo con rintintín -o como se diga- al taxista, que ya me
tiene algo acojonado. «¿Qué?», responde el fulano, mirándome por el
retrovisor. «Dice que no corras tanto, gilipollas», le aclara la pava,
flemática. «¿De qué vas, tía?», inquiere hosco el fitipaldi, mirándome
de nuevo por el retrovisor como si me atribuyera toda la
responsabilidad de la crisis. Me sumerjo de nuevo en el catálogo, o lo
intento. «Marañón, Gregorio. Raíz y decoro de España. 40 €.» Hay que joderse, me digo. Hay que joderse.
Quince frenazos, ocho golpes de volante y veintisiete zarandeos más tarde, con el bakalao haciendo pumba,
pumba, un tímpano descolgado y el otro flojo, y mientras la discusión
entre la rubia y su prójimo sube de tono -ahora mencionan a un tal Paco
y a la madre de ella, que por lo visto se llama Encarni y vive en
Leganés- una maniobra absolutamente infame de mi taxista favorito hace
que el conductor de una furgoneta increpe áspero a mi primo el bielas.
Desde mi privilegiado lugar de observación asisto, casi en primera
línea de fuego, al intercambio verbal entre el taxista y el
furgonetero, que tiene un aspecto inmigrante del tipo Machu Pichu de
toda la vida. «¡Vete a cagar, panchito!», sugiere el castizo.
«¡Hijoputa!», responde bravo y sin achantarse el otro, que ya domina
con soltura -todo es ponerse a ello- la dialéctica nacional. El taxista
hace amago de bajarse, pero la rubia lo contiene. Arrancamos de nuevo.
Otro acelerón. «Mussolini, Benito. La revolución fascista. 35 €.» El catálogo se me cae al suelo. Al duodécimo frenazo tras el incidente
de la furgoneta, bailan las letras y hace un calor que se muere la
perra. Tiene huevos: empiezo a sentir náuseas, yo que presumo de no
haberme mareado nunca y comerme, en la mar procelosa, temporales crudos
y sin pelar. Mientras lucho por no largar la pota y arrimo la cara a la
ventanilla abierta para que me dé el aire, el pelo de la rubia, agitado
por el viento -seguimos circulando a toda leche mientras ellos discuten
a grito pelado-, me roza las napias con muchas cosquillas. Estornudo
como un descosido, hasta dislocarme el esternón. Y no llevo encima un
maldito clínex. «¿Resfriado?», interroga la rubia, volviéndose
solícita. «Alergia», respondo moqueando, a punto de echarme a llorar.
Frenazo. Fin de trayecto, gracias a Cristo. «Felipe
IV, caballero.» Les arrojo el precio de la carrera y salgo del taxi de
estampía, cual morlaco desde toriles, cayendo en los brazos acogedores
de un conserje de la RAE. Y con chirrido de neumáticos -llevándose el
catálogo, que con las prisas he olvidado en el asiento-, el taxista
arranca y se pierde con su churri, haciendo pumba, pumba, tras el casón
del Buen Retiro.