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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 10/9/2006
Los dos mil años de piedra e historia de la plaza de la Rotonda, en Roma, me gustan mucho. Es mi lugar
favorito de esa ciudad, donde suelo sentarme durante horas, desde hace
casi cuarenta años, a leer, a observar a la gente, o a sentir, cuando
admiro el pequeño obelisco egipcio y la espectacular mole del Panteón,
que no soy extranjero allí. Que aquellas piedras confirman mi verdadera
patria: un mundo antiguo, culto y extraordinario que se llama la vieja
Europa, en cuya memoria me educaron para que estuviese orgulloso de
ella, pese a las contradicciones y emboscadas terribles de la Historia.
Un mundo hoy en liquidación, sin duda; pero que, con las lecturas y la
atención adecuadas, descubres siempre ahí debajo, útil y hermoso
todavía, pese a tanto analfabeto, tanto bárbaro y tanto hijo de la gran
puta.
Las terrazas de dos cafés de esa plaza son mi
apostadero predilecto, que alterno según quedan al sol o a la sombra,
las horas del día o las estaciones del año. A ellas debo momentos
gratos, inolvidables páginas leídas, rostros an¢nimos que pasaron
sugiriéndome una historia. Durante mucho tiempo admir‚ allí las
evoluciones del jefe de camareros de uno de los pequeños restaurantes
de la plaza; un profesional muy competente que atendía con una dignidad
y una cortesía impecables. También allí cogí la borrachera más tonta de
mi vida, cuando un día caluroso me calcé sin respirar una jarra de
frascati frío, y luego tardé media hora, pese a mis esfuerzos, en
poderme levantar de la silla.
Hace unos días volví a esa plaza, como suelo. Y después
di un paseo por dentro del Panteón, bajo el artesonado de aquella
cúpula fantástica, con su ojo luminoso derramando, sobre el recinto, la
luz de los dioses, o de Dios. Me gusta, en horas tranquilas y de poco
público, escuchar el sonido de mis zapatos sobre el mármol mientras
hago el recorrido habitual: una vuelta al recinto y una parada ante la
madonna que preside la tumba de Rafael. Pero esta vez era imposible
captar el ruido de los zapatos, ni otro que el clamor ensordecedor de
cientos de turistas parloteando a voz en grito. Tan turistas como yo
mismo, supongo. Soy parte de la multitud como lo es cualquiera. La
diferencia estriba en que ese día, en el Panteón, yo iba solo y estaba
callado, sin gritarle a nadie que me hiciera una foto ni dejando restos
de comida y vasos de plástico en el suelo. Además vestía pantalón
largo, camisa y chaqueta. Quiero decir que no iba en chanclas por el
centro de Roma restregándole pantorrillas y axilas peludas a la gente,
ni me acompañában morsas luciendo tatuajes, piercings y sudorosas
lorzas de tocino. Además, como me ducho cada día, mi contribución al
hedor de transpiración colectiva que llenaba el recinto era, supongo,
escasa. Se trataba, en fin, de circunstancias en las que -háganse cargo
de mi estado de ánimo- resulta fácil odiar a la Humanidad. Uno de esos
momentos en que, si de pronto apareciese sobre la bóveda el ángel
Exterminador entre trompetas del Juicio Final, algunos, incluso
sabiendo que nos íbamos al carajo con el resto de la peña, soltaríamos
una carcajada vengativa mientras encendíamos un pitillo. A fin de
cuentas, para lo que sirve la cultura es para eso: para no gritar
cuando se cae el avión.
Entonces ocurrió el milagro. Entre aquel gentío había
un grupo de quince o veinte hombres y mujeres; belgas, me parece. Y de
pronto, improvisando, un par de ellos empezaron a cantar algo suave y
armónico, de aire sacro y extraordinaria belleza. Debían de pertenecer
a un coro profesional o aficionado; porque, sonriéndose unos a otros,
el resto del grupo unió sus voces, y así se elevaron bajo la inmensa
cúpula, por encima del griterío de la gente. Que, sorprendida al
principio y admirada después, enmudeció poco a poco, hasta que el
hermoso cántico sonó limpio, bellísimo, conmovedor, entre el más
respetuoso de los silencios; creando un momento extraordinario, mágico,
que se prolongó durante un par de minutos. Después, cuando se
extinguieron las voces, de nuevo relampaguearon los flashes de las
cámaras, resonaron los clics de los teléfonos m¢viles, y el griterío
ensordecedor volvió a adueñarse del recinto. Entonces miré hacia lo
alto, hacia el ojo impasible de la cúpula. Hoy, pensé, no vendrá el
ángel de la espada. Sería demasiado injusto. Una vez más nos hemos
salvado.