Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Parece que fue ayer, y ya ven. La noche del próximo 14 de abril
toca aniversario: cien años justos desde que el Destino, que tiene ganas
de guasa, puso un iceberg en mitad de la ruta del Titanic. Barco
publicitado como insumergible, tecnología ultramoderna, primer viaje,
2.228 personas a bordo entre pasajeros y tripulantes. La mar lisa como
un plato. Y zaca. Cubitos de hielo en la cubierta de estribor, desgarro
bajo la línea de flotación, y al fondo. Millar y medio de ahogados
preguntándose cómo ha podido pasarme esto. Glú, glú. Después, un siglo
de leyenda, libros, películas: la de Kate Winslet y Leonardo di Caprio,
estupenda. La protagonizada por Clifton Webb, prescindible y mediocre,
incluso mala. La mejor, en mi opinión, la más rigurosa y perfecta -la he
visto docenas de veces, y sigo haciéndolo- es La última noche del Titanic,
dirigida por Roy Baker sobre un guión nada menos que de Eric Ambler,
basado a su vez en un libro conciso y magnífico de Walter Lord, A Night to remember -así se titula la película en inglés-, que ninguna de las obras
posteriores logró superar nunca. El libro de Lord, publicado en 1954,
acabo de verlo en bolsillo, recién reeditado, con el mismo título: La última noche del Titanic.
Así que quien quiera saber exactamente lo que ocurrió a bordo entre el
14 y el 15 de abril de 1912, no sé a qué espera, si tiene una librería
cerca. O lejos.
Ignoro si les pasa a ustedes. A mí,
aquella tragedia me trae a la cabeza naufragios y desastres más
recientes. Y como ese Destino al que mencionaba antes no tiene
sentimientos y le gustan las paradojas, y por otra parte soy de los que
imaginan a una especie de dios borracho, o bromista cósmico,
tronchándose de risa con los afanes de las miserables hormigas que
corremos bajo su bota, la coincidencia de fechas entre el aniversario
del Titanic y la que está cayendo no me parece casual. Por el
contrario, creo que todo responde al mismo plan. A la naturaleza de las
cosas. A la misma estupidez colectiva que ahora ocupa el lugar de la
inteligencia y el ingenio que durante siglos nos hicieron progresar y
ser mejores, hasta que dejamos de serlo.
No sé si consigo explicarme. Consideren lo que el Titanic simboliza hoy. Las tripas del asunto. Dejen de lado la parte
sentimental, si pueden. La compasión natural por las víctimas, las
emociones y otros elementos perturbadores del buen juicio. Mírenlo con
objetividad fría, como nos mira ese bromista al que me referí antes. Dos
mil y pico infelices, desde sofisticados millonarios a emigrantes
pobres como ratas, que confiando en la publicidad de la compañía White
Star, que califica su barco de insumergible, se instalan alegremente a
bordo de un artefacto de acero que pesa 45.000 toneladas, y cuya
tendencia natural, si algo falla en la técnica -y la técnica puede
fallar siempre-, será irse al fondo por su propio peso. Y no contentos
con tentar a la suerte de tal manera, esos pasajeros confían sus vidas a
una tripulación en la que los marinos auténticos son minoría. A un
sindicato -así los llamó Joseph Conrad- de cocineros, mayordomos y
camareros más dedicados al confort del pasaje, a que éste coma bien,
duerma cómodo y se divierta, que a la navegación profesional propiamente
dicha. Ahora, como guinda del pastel, añadan a eso una compañía naviera
dispuesta a hacerse a toda costa con los récords de navegación y los
beneficios que ese primer viaje puede traer en cuanto a promoción y
venta de pasajes en el futuro. Con lo que tenemos, resumiendo la cosa,
un artefacto monstruoso, hijo de la ambición y la arrogancia, lleno de
incautos y gobernado por irresponsables, lanzado a veintiuna millas por
hora en llena noche atlántica, a través de un mar lleno de icebergs. O
sea: bingo.
Y ahora mírenme a los ojos y digan si la historia no
suena calentita, a reciente de estos días. Cambien pasajeros por
nosotros mismos, tripulantes por entidades financieras, compañía naviera
por políticos desvergonzados, incompetentes y embusteros. Cambien la
fiesta a bordo, los pasajeros de lujo con sus copas de champaña, los de
tercera clase soñando con la vida mejor que podía aguardarles en
América, por todos nosotros, nuestros créditos fáciles sobre sueldos que
no podían sostenerlos, nuestro derroche, nuestra estupidez suicida,
nuestro mirar hacia otro lado a las primeras señales de hielo en el mar.
Metan todo eso en un ordenador, oigan. Denle a la tecla enter y saldrá
nuestra foto exacta, saludando sonrientes desde la cubierta del barco
insumergible, encantados de habernos conocido. Felices de estar ahí.
Observen sobre todo nuestra cara de idiotas. Cien años ya, desde el Titanic, y no hemos aprendido nada.