Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Acaba de morirse, en Las Palmas y en la miseria, Francisco Morera
García, alias Paco España. Muchas veces se llamó a sí mismo maricón, no
homosexual ni gay. Eran otros tiempos. Se lo llamó a él y a otros,
cantando, bailando, en verso y en prosa. En alguna ocasión fui testigo.
La mayor parte de ustedes no sabrán quién era, porque llevaba siglos
retirado de los escenarios marginales que en otro tiempo frecuentó. Tuvo
su momento de gloria en los 70, cuando la Transición aún no transitaba,
con Franco a punto de criar malvas. Cuando se daba cierta tolerancia,
dentro de un orden, y la policía ya no apaleaba a la peña hasta hacerla
escupir sangre por ser de la acera de enfrente. Despuntaban tiempos
libres y más sanos, con nuevas oportunidades; pero la gloria de Paco
España fue limitada y efímera. Excepto entre los del ambiente y algunos
noctámbulos del Madrid canalla de entonces, apenas llegó a ser nadie. Y
ha palmado siendo menos que nadie. A los 67 tacos de almanaque adobados
con alcohol que se extinguieron con él, apenas he visto dedicar, en el
más extenso de los casos, unas pocas líneas. Así que me van a disculpar
si por mi parte le dedico algunas líneas más. Tengo una deuda rara con
él. O con mi memoria.
El antro se llamaba Gay Club, y
estaba muy cerca del diario Pueblo, donde yo, con veintipocos, acababa
de estrenarme como reportero. A menudo, al cerrar la edición, unos
cuantos frikis con pocas ganas de dormir -Pepe Molleda, El Pequeño
Letrado, la fotógrafa Queca, Rosa Villacastín- íbamos allí a tomar
copas, o a empezar un recorrido golfo que seguía con El Príncipe Gitano
en los tugurios de la Gran Vía y terminaba al alba, mojando tostadas en
café entre putas y camioneros en el mercado de Legazpi. Por aquella
época el espectáculo del Gay Club se llamaba Loco, loco cabaret, y actuaban las transexuales Brigitte Saint John y Coccinelle, Víctor Campanini, David Vilches y el transformista Patrik -Me debes un beso-,
entre otros. La estrella indiscutible, sin embargo, era Paco España con
su peluca, su bata de cola y su abanico. Sobre todo, con su agresivo
descaro. Su manera exagerada de ponerse el mundo por peineta y proclamar
a gritos que había una España marginal, clandestina, reprimida por la
Iglesia, el Estado y la sociedad bienpensante. Una España que también
aspiraba a levantar la cabeza y ser tal como era. A no seguir confinada
en cines sórdidos o urinarios públicos. A escapar de la amargura, la
burla ajena, la soledad y la desgracia.
Paco España, en aquel momento y en Madrid,
abanderaba todo eso. Era de aquellos transformistas que adoraban la
copla española y que, cuando ésta parecía a punto de morir intoxicada de
su propia caspa, supieron convertirla en símbolo de sí mismos. Cuando
Paco salía al escenario gritando «¡Guerra para mi cuerpo!» y taconeaba
desgarrado y racial dispuesto a cantar Mi vida privada o La Tomate, abanicándose con el estilo de su admirada Lola Flores, el público aullaba y aplaudía hasta el delirio. «No puedo con la gente -cantaba- que tiene hipocresía»,
y el antro se venía abajo, sobre todo cuando había policías de la
secreta en el local, y Paco tenía que salir maquillado pero con
pantalones y sin peluca, para cantar: «Me conocen por detrás, dijo un niño de Barbate», o, abanicándose los bajos: «La Tomate, qué ganas tiene de chocololate».
A veces, después del espectáculo, se reunía con nosotros en un garito
de la calle Huertas, a charlar un rato. Supe así que había empezado de
niño en la radio, imitando a Joselito. Era gracioso y descarado, con un
fondo de ternura tímida que afloraba con el alcohol. Contaba buenas
historias y sabía ponerse bravo cuando algún imbécil lo tomaba por la
mariquita blanda que no era. Lo recuerdo, sobre todo, como una buena
persona.
Luego me fui a otros reportajes y otros lugares.
Tan lejos, que de la muerte de Franco tardé en enterarme tres días. Y
una vez, durante un regreso, Paco España ya no estaba, o cerraron el Gay
Club; no recuerdo bien. Sé que le perdí la pista y sólo supe de él más
tarde. Había hecho teatro, me dijeron, y lo vi en una breve aparición en
Un hombre llamado Flor de Otoño, la película de Pedro Olea. Nada
más. Ahora sé que su representante lo engañó, quitándoselo todo, y que
acabó arruinado y alcohólico, rodando, como las mujeres trágicas de las
coplas que le oí cantar, de mostrador en mostrador. Por eso hoy, para
ofrecerle algo más que las pocas líneas que a su muerte se han dedicado,
comparto con ustedes su memoria. Mi carcajada afectuosa cuando lo
recuerdo taconeando por el escenario, pararse a mi lado, tocarme el
hombro con el abanico y decir: «Vete lavando, que esta noche serás mía».