Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
No me gustan los entusiasmos advenedizos. Desconfío del converso
que se cree en la obligación de comunicar al mundo el descubrimiento
recién digerido -o todavía sin digerir-, que acaba de tumbarlo del
caballo
en el camino de Damasco. Menos todavía me gustan quienes, suponiendo en
el prójimo su propia y fresca ignorancia, dan por supuesto que, sin
ellos, la Humanidad desconocería determinadas maravillas o prodigios;
sin considerar que tal vez el resto de la peña, o parte notoria de ésta,
puede tener desde hace tiempo una extrema familiaridad con esos
asuntos. Dicho en simple, es como si un turista recién llegado diera la
brasa pregonando, a quienes pasaron la vida en la barra de una buena
tasca extremeña, las virtudes del cerdo ibérico.
Esto, que ocurre en todos los órdenes de la vida, se da
mucho en el mundo que -disculpen la gilipollez- llamamos intelectual. De
pronto, el bobo de guardia sube al púlpito y ordena, entusiasmado, leer
a tal autor, escuchar a determinado músico o visitar la exposición de
aquel pintor -a quienes no había mencionado antes en su zorra vida-, con
una falta de prudencia y una pedantería tales que resulta evidente que
acaba de toparse con ellos y no está dispuesto a admitirlo. De esos
pavos tenemos en España, como en todas partes, copiosa tropa:
tertulianos, críticos literarios o cinematográficos, escritores y demás.
Catetos deslumbrados, impúdicos en su repentino y sospechoso
entusiasmo, empeñados en convencer de lo buena que es La regenta o lo
bella que es La batalla de San Romano a quienes tal vez conocieron a Ana
Ozores con quince años o llevan cuatro décadas pateando Florencia. No
hace falta que cite nombres, pues por ahí andan ellos y ellas,
ilustrándonos. Incluido un casposo cagatintas que hasta hace poco salía
fotografiado en el suplemento cultural de ABC en actitud pensativa, de
cuerpo entero, con zapatos sin calcetines y tocándose los pies.
Pensé en todo eso hace unos días, cuando uno de tales
tontos solemnes recomendó, con el tono superior de quien desvela un
secreto sólo por él conocido, leer a Manuel Chaves Nogales. «Tienes que
leerlo», sentenció imperioso. Y me hizo gracia porque era el quinto o
sexto presunto intelectual del momento al que, tras una larga vida de
silencio al respecto, oía mencionar a Chaves Nogales en las últimas
semanas. La razón era obvia: la publicación de una espléndida biografía
escrita por María Isabel Cintas -Chaves Nogales, el oficio de contar-,
que, junto a la reciente y loable recuperación sistemática de la obra de
uno de los más importantes y atractivos periodistas y narradores
españoles de la primera mitad del siglo XX, emprendida por la editorial
Libros del Asteroide, ha puesto los principales textos del magnífico
escritor sevillano a disposición de unos lectores que antes debían
rastrearlos como podían. Un personaje extraordinario, Chaves Nogales, al
que muy pocos, entre ellos Pío Baroja en su momento, y mucho después el
escritor Andrés Trapiello, valoraron públicamente hasta hace cuatro
días. Está de moda, por tanto, el autor de El maestro Juan Martínez que
estaba allí, con su obra felizmente disponible, al fin, para todo lector
de buena casta. Por eso, y hasta el próximo nombre que toque -a ver
cuándo Sender, o Luys Santa Marina- pocos Petronios de la cultura
nacional confesarán no haberlo leído hasta hace poco. O nunca. De manera
que, al modo habitual, los conspicuos profesionales del camelo se
apresuran a tapar el agujero mencionando en sus columnas y comentarios
al autor de A sangre y fuego como si toda la vida se hubieran tuteado
con ese fascinante observador de la vida y la Historia de su tiempo,
muerto en el exilio de forma tristemente temprana: burgués inteligente y
culto, escritor de una modernidad asombrosa, lúcido republicano liberal
que de haberse quedado en la infame España habría sido fusilado, con
certeza, lo mismo por un bando que por otro. En todo caso, bien está. Si
de pregonar la obra de Chaves Nogales se trata, benditos sean incluso
los oportunistas y los pedantes que ahora, de pronto, lo descubren y
elogian. Todo camino es bueno si contribuye a hacer justicia.
En lo que al arriba firmante se refiere, permítanme
añadir una pequeña nota personal. Porque éste es lugar y momento
adecuados para agradecer a mi amigo Pepe Arenzana, viejo pirata
sevillano, haberme regalado hace veinte años la primera y azul edición
de Juan Belmonte, matador de toros, de un autor que hasta ese día me era
por completo desconocido. A él se lo debo, y así lo escribo, firmo y
rubrico. Para
que conste.