Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
En 1991, mientras esperaba en Dahrán la ofensiva norteamericana para liberar Kuwait, presencié un suceso curioso.
Frente al mercado Al Shula había un vehículo militar con una soldado
norteamericana al volante. En Arabia Saudí está prohibido que las
mujeres conduzcan automóviles; así que una pareja de mutawas -especie de
policía religiosa local- se detuvo a increpar a la conductora. Incluso
uno de ellos le golpeó con una vara el brazo que, con la manga de
camuflaje remangada, apoyaba en la ventanilla. Tras lo cual, la
conductora -una sargento de marines de aspecto nórdico- bajó con mucha
calma del coche y le rompió dos costillas al de la vara. Ésa fue la
causa de que durante el resto de la guerra, a fin de evitar esa clase de
incidentes, la Mutawa fuese retirada de las calles de Dahrán. Pensé en
eso el otro día, al enterarme de un nuevo asunto de chica con problemas
por negarse a ir a clase sin el pañuelo islámico llamado hiyab. Y
recuerdo la irritación inicial, instintiva, que sentí hacia ella. Mi
íntimo malhumor cuando me cruzo en la calle con una mujer cubierta con
velo, o cuando oigo a una joven musulmana afirmar que se cubre la cabeza
en ejercicio de su libertad personal. Cómo no se dan cuenta, me digo.
Cómo no les escuece igual que ácido en la cara la sumisión, tan simbólica como real, a que se someten. Recuerdo, por ejemplo, que hace cuarenta años mi madre aún necesitaba
la firma de su marido para sacar dinero del banco. Y me llevan los
diablos. Tanto camino, me digo. Tanta lucha y esfuerzo de las mujeres
para conseguir dignidad, y ahora una niñata y cuatro fátimas de
baratillo -como las llamaría el capitán Haddock- pretenden hacernos
volver atrás, imponiendo de nuevo, en la Europa del siglo XXI, la
sumisión irracional al hombre y a las reglas hechas por el hombre.
Reclamando tolerancia o respeto para esa infamia.
Pero no es tan simple, concluyo cuando me sereno. Incluso aunque digan
actuar con libertad, esas mujeres siguen siendo víctimas de un mundo
cuyas reglas fueron impuestas por los hombres para garantizarse el
control de su virginidad, su fertilidad y su fidelidad. Después de
escucharnos decir lo libres de conducta que pueden y deben ser, esa
muchacha o la señora del velo van a casa y se cruzan en la escalera con
el imán de su mezquita, que vive en el quinto piso, o con el chivato
hipócrita que a veces incluso luce una pasa en la frente -ese moratón de
pegar cabezazos en el suelo al rezar, para que todos sepan lo buen
musulmán que es uno-, que vive en el segundo. Y con ellos, y con el
padre, el marido o el abuelo que están en casa, esas mujeres tienen que
convivir cada día, y casarse, y criar familia, y ser respetadas por una
comunidad donde la religión suele estar por encima de las leyes civiles,
o las inspira.
Una sociedad endogámica, especializada en marcar y marginar -cuando no encarcelar o ejecutar- a quienes discrepan o se rebelan;
y cuyos más radicales clérigos, esos imanes fanáticos que recomiendan a
sus fieles machacar a las mujeres para que no se desmanden, son
tolerados y hasta amparados, de manera suicida, por una sociedad
occidental demagoga, estúpida, desorientada, con el pretexto de unos
derechos y libertades que ellos mismos niegan a sus feligreses. Todo
eso, en vez de ponerlos en la frontera en el acto, si son extranjeros, o
meterlos en la cárcel, si son de aquí, cada vez que humillan o amenazan
a la mujer en una prédica.
Una sociedad, la nuestra, incapaz
de plantearse el verdadero nudo del problema: si una niña que durante
catorce años fue a un colegio normal, entre chicos y chicas, resuelve de
pronto ponerse un pañuelo en la cabeza, es que algo con ella estuvo mal
hecho. Que alguna cosa no funciona en el método; falto de una
firmeza, una claridad de ideas y una persuasión que no tenemos. En todo
caso, si a menudo es la mujer la que elige ser hembra sumisa en vez de
sargento de marines, y con su pasividad o complicidad educa a los hijos
en esclavitudes idénticas a las que ella sufrió, tampoco es justo que el
Islam se lleve todas las bofetadas. En materia de esclavitudes,
sumisión y transmisión de costumbres a hijas y nietas, igual de infame
es el espectáculo de esas españolísimas marujas presuntamente modernas,
libres y respetables, que babean en programas de televisión aplaudiendo y
diciendo te queremos y envidiamos, guapa, bonita, a fulanas que
encarnan lo que, en el fondo y a menudo en la forma, a ellas les habría
gustado ser, y desean para sus propias hijas: analfabetas sin otra
aspiración en la vida que convertirse en putizorra de plató televisivo. Y
esos aplausos y admiración -hasta autógrafos les piden, las tontas de
la pepitilla- me parecen tan indignos y envilecedores para las mujeres,
tan turbios y reaccionarios, como un burka que las cubra de la cabeza a
los pies.