Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me sorprenden algunos amigos lectores porque, tras diecisiete años escribiendo ajustes de cuentas semanales -que para mi salud mental
como español resultan de lo más higiénico-, hace poco se montara un
pifostio en torno a cierto comentario mío, hecho en un humilde rincón de
la red social Twitter, sobre la opinión personal y razonada que tengo
de la gestión política de cierto ministro pasado a peor vida (apuntemos,
de paso, que según la 22ª edición del diccionario de la RAE y en la
quinta acepción del palabro, un mierda -escrito con artículo masculino-
significa, literalmente, persona sin cualidades y méritos). Como
digo, se extrañan esos amigos de que en todos estos largos y tormentosos
años nunca se montara cisco semejante, pese a que, como certificarán
los responsables de XLSemanal, algunos de sus cabellos
encanecidos se deben a esta página pecadora; en la que, aparte disgustos
empresariales con anunciantes y poderes más o menos fácticos, el
teléfono y el correo tuvieron momentos de gloria, lo mismo en tiempos de
la España prepotente, meapilas, ladrillera y cañí del amigo Ánsar, que
cuando no hace mucho comenté los sentimientos que la vista del palacio
de las Cortes despierta en mi espíritu, o cuando dediqué un artículo -Permitidme tutearos, imbéciles-
a la política educativa española de los hunos y los hotros: esa casta
política demagoga y oportunista que ha conseguido hacernos analfabetos
en diecisiete libros de texto y cuatro idiomas distintos, sin contar el
bable asturiano y la fabla aragonesa. Ni siquiera llegó a tanto cuando,
gobernando el Pepé, glosé en términos contundentes -dos sustantivos con
preposición en medio- la figura de Pío XII, el papa entrañable que se
hacía fotos místicas con un pajarito posado en un dedo mientras los
nazifascistas deportaban y gaseaban a cientos de miles de judíos bajo
sus pastorales narices. Dense ustedes una vuelta por el gueto judío de
Roma, por ejemplo, que todavía está allí. Miren las placas
conmemorativas y sabrán a qué me refiero.
La respuesta a por qué en esos y otros casos el desparrame no llegó a tanto, mientras que en éste varios ministros -en su acepción
genérica de hombres y mujeres que ocupan el cargo- me concedieron el
privilegio de pronunciar mi nombre en los telediarios, es
lamentablemente obvia: Internet, las redes sociales y la obligada
simplificación de muchos de sus mensajes, se caracterizan por la potente
difusión, el acceso indiscriminado y la fácil superficialidad.
Cualquier mensaje puesto allí puede rebotarse millones de veces con
extrema rapidez. Además, todo usuario, desde la lúcida mente científica
hasta el cretino más tarado que imaginar podamos, tiene a mano expresar
su opinión en Internet bajo nombre real o fingido, con la simplicidad de
darle a una tecla y la impunidad opcional del anonimato. Con el
incierto resultado de que lo mismo valen estadísticamente las opiniones
del escritor y caballero Mario Vargas Llosa, del profesor Gregorio
Salvador o del científico y académico José Manuel Sánchez Ron, que las
de cualquier tiñalpa analfabeto y con seudónimo que decida asomarse a la
red.
Pero la causa principal, en mi opinión, es la superficialidad. Una característica de Internet es que ahí todos corremos el riesgo de
opinar, basándonos en frases leídas al azar, fuera de contexto, o en
mensajes mil veces rebotados y que se deforman y desnaturalizan por el
camino, sobre cuanto la amistad, el entusiasmo, el rencor, la ideología,
la simple estupidez, hacen decir a unos tras leer de otros lo que, a su
vez, éstos aseguran que alguien dijo. Luego, ese despelote salta a
ciertos medios informativos siempre ávidos de titulares, de etiquetas
fáciles y de agua a su molino; notoriamente, en esta triste, cobarde y
demagógica España, donde tantos paniaguados rascatertulias a sueldo de
sus amos, de ésos que nunca pierden ningún tren porque corren delante de
cualquier locomotora, se ganan el jornal. De tal modo, una maraña de
información insustancial, hecha de comentarios inexactos, cuando no
falsos o malintencionados, acaba suplantando el hecho real y los
argumentos originales. Y al cabo es lo que queda. Permítanme un caso
propio: hace poco publiqué en esta página un artículo titulado Notario del horror.
A las veinticuatro horas, en un lugar de Internet, una sucesión de
usuarios estaba poniéndome a parir por recomendar las memorias de un
secretario judicial de Burgos, nada menos que capital rebelde durante la
Guerra Civil. Por darle coba a un represor fascista. Hasta que otros
internautas, que sí habían leído el artículo, les aclararon que el tal
secretario judicial era de izquierdas y narraba las ejecuciones masivas
de republicanos en aquella ciudad. Y que llamarme asalariado del Pepé,
facha y nostálgico del franquismo por alabar ese libro, resultaba,
cuando menos, inexacto.