Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hoy me he levantado con talante. Como después de haber publicado El
pequeño hoplita -un cuento sobre un niño en las Termópilas, que
tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente- le tomé el gusto
a la narrativa infantil, he decidido echar un cable. Ayudar a que
nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la
corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos
tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y
hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O
que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto,
contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de
ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado.
Al principio pensaba hacerlo con el cuento de Blancanieves y las siete personas de crecimiento inadecuado; que, como sostiene
Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente.
Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del
bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del
hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que
trabajan en la mina -su número impar complica además el asunto-, me
decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con La
soldadita de plomo y ploma; y no es por echarme flores, pero lo
tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF -Unidad
Legionaria Femenina Feroz-, terror de los talibanes afganos y de los
piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído
poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de
una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga
fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una
niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está
enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita
lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a
ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me
aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me
decidí por un clásico inobjetable: Caperucita Roja. Y está feo
que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.
Caperucita Roja camina por el bosque, como suele. Va muy
contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que
está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero
tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre
soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa
de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio
una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció
por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de
El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa
sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos
albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos,
córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en
éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista
que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado
hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera
franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta:
«¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta:
«Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible.
«Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y
corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una
intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la
zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega
Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que
sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué
apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da
las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la
siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador
va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene
a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal
de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico.
Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar.
Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la
cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y
libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices.
Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la
oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el
Instituto de la Mujer. Fin.