Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Me pregunta Manolo cómo lo hace uno. Cómo se sobrevive al
zipizape público. De qué manera se endurecen la piel, los intestinos o
el corazón cuando uno expone sus opiniones y se monta una pajarraca que
le pone en riesgo el sosiego mental o la salud física. Manolo, que es
lector viejo de esta página, me interroga sobre eso y me lo explica:
tuvo la ocurrencia de enviar una carta a un periódico, opinando sobre el
status de ciertos funcionarios públicos. Argumentaba en ella, tajante
pero con respeto, sobre cómo algunos ciudadanos ven asegurado su puesto
tras aprobar un examen, duro y de resultado merecido, en un momento
determinado de su existencia. Y opinaba luego que no todos los
funcionarios se tocan la barriga en horas laborables; pero que una parte
del colectivo -pequeña, notoria y evidente- tiende a la indolencia
operativa, a los asuntos propios, al café de las once y al bocadillo de
la una. Expresada que estuvo esa opinión por escrito, pulsó Manolo el
botón de enviar en su ordenata y se recostó en la silla,
satisfecho por haber planteado, desde la humilde parcela de su vida, un
poco de sentido común e higiene cívica. El infeliz.
Me brearon, cuenta. Me abrasaron vivo. Estaban ahí, acechando. Saltaron directos a mi yugular. Cuatrocientas y pico
respuestas de Internet en veinticuatro horas: envidioso, malaje, te voy a
rayar el coche, has ofendido a todos los funcionarios de España y el
extranjero, tú no pagas mi sueldo, hijoputa, la subvención la va a
tramitar tu padre, seguro que defraudas a Hacienda, vigila a tu mujer,
cabrón, ya te pillaré en la ventanilla. Fascista. Respuestas
demoledoras, construidas casi todas no sobre lo que Manolo dijo, sino
sobre lo que los airados lectores creyeron entender que dijo. O sobre lo
que a otros, que ni siquiera conocían la carta original, les dijeron
que había dicho: Manolo insulta al gremio, pásalo. También hubo quienes
desde el otro extremo quisieron apoyarlo, y terminaron por joderlo vivo:
a los funcionarios habría que fusilarlos al amanecer, parásitos, vivís
de mis impuestos, dejad de responder cartas en horario laboral y
dedicaos a traspapelar expedientes, que es lo vuestro. Fascistas. Y
todos, unos y otros, entre espumarajos de rabia, con saña homicida y con
Manolo en medio, acojonado. Buscando un agujero donde meterse. España y
su viva estampa, dicho en corto, escarbando en la eterna guerra civil
que llevamos en el tuétano: conmigo o contra mí. Tampoco faltó el lince
astuto que disparaba a ambos frentes y adivinó las verdaderas
intenciones de Manolo: agente doble, provocador de mierda, levantas
cortinas de humo como ese nazi, Goebbels. Etcétera.
Ahora, en el bar de Lola, Manolo se acoda en la barra, pide una caña con las orejas gachas, y solicita absolución, consuelo -el
escote espléndido de Lola ayuda un poco- y consejo. ¿Cómo hago para
tratarme la úlcera que esto me ha provocado?, me pregunta. ¿Cómo haces,
colega, para sacar a relucir cada semana el colmillo sangriento y luego
dormir a pierna suelta, bajo la lluvia de interpretaciones sesgadas que
te caen encima? ¿Cómo sobreponerse a esa radiografía de control
aeroportuario y mala leche? ¿Cómo soportar la impudicia de quienes
pretenden, aún con más arrogancia que la tuya, descubrir y denunciar tus
intenciones, astucias, bajos fondos, ideas, prioridades, color
político, basándose en lo que sus ojos miopes y sectarios creen haber
leído? Mi agonía, amigo, es mayor cuando compruebo que mi exposición en
la picota no sirve para nada. Yo sigo pensando lo mismo. Quienes
creyeron detectar mis perversas ideas siguen pensando lo mismo. Quienes
insultaron a todo el cuerpo funcionarial siguen pensando lo mismo. Y el
lince que me comparó con Goebbels sigue pensando lo mismo. Mi carta sólo
agitó un rato las aguas para que luego, serenado el ánimo, sigamos
todos, funcionarios perezosos incluidos, con los pies metidos en el
mismo lodazal. ¿Sirve de algo? ¿Es posible opinar públicamente sabiendo
que, sin duda, destrenzarán tus argumentos para tejer trajes nuevos a
medida de cada lector?
Pido otras dos cañas mientras busco una respuesta adecuada. Quizá sirva, estoy a punto de decir al fin, para comprender dónde
estás. Entre quiénes te la juegas. Para irte luego a un libro que hable
de nosotros con banderas, con turbantes, con cota de malla, con abarcas y
venablo, y comprender, bajo el contraste del paisanaje, lo que fuimos,
lo que somos y lo que nunca pudimos ser. Creo que en conciencia debo
responder eso, pero Manolo aguarda con expresión noble, confiada, y
comprendo que es mejor no ir por ahí. «Para no sentirse del todo
cómplice», improviso. «Y eso ya es algo.» Entonces Manolo mira el escote
de Lola y sonríe a medias, pensativo, mientras moja los labios en la
espuma de cerveza.