Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 24/4/2005
He escrito alguna vez que vienen tiempos duros, predicción para la que tampoco hace falta ser muy perspicaz. Nunca hubo
tantos imbéciles imponiendo su dictadura, ni tanta gilipollez elevada a
la categoría de norma obligatoria. Nunca al qué dirán y a lo
socialmente correcto se le dio tanto cuartelillo. Nunca condicionó
tanto nuestras vidas el capricho de las minorías, la demagogia de los
oportunistas, la estupidez de los tontos del culo. El ejemplo de cómo
ese delirio vuelve a las sociedades enfermas e irreales lo tenemos en
aquellos países que nos preceden en el asunto; pero en vez de
ponérsenos los pelos de punta al advertir los riesgos y el abismo, nos
adherimos con el entusiasmo desaforado del converso. En esta España a
menudo escasa de cultura y de criterio, cuando se pone de moda una
estupidez, en vez de llamarla por su nombre y ocuparnos de cosas más
urgentes, nos ponemos a considerarla con toda seriedad. Ninguno de
nosotros se la traga de verdad, pero miramos de reojo a los otros,
vemos que nadie protesta y que todos -que a su vez nos miran de reojo a
nosotros- parecen aprobar la novedad. Así que, haciendo de tripas
corazón, nos resignamos a esa enésima vuelta de tuerca.
No deja de tener siniestra gracia que Europa, que alumbró palabras como democracia y derechos del hombre, y que pese
a lo que está cayendo permanece como referente moral de lo que aún
llamamos Occidente, en sus comportamientos sociales tenga como
referencia las actitudes, los valores de una sociedad tan enferma e
hipócrita como la norteamericana. En materia de sanidad, por ejemplo, y
me refiero a hospitales, dolor, muerte y todo ese cuello de botella por
el que, tarde o temprano, la mayor parte de nosotros termina pasando,
sospecho que vamos a terminar como en los Estados Unidos, donde nadie
se atreve a poner una inyección si no es delante de su abogado, porque
en cuanto le irritas un poro a un paciente, te denuncia y te saca una
pasta flora, en un país donde un fulano se fuma tres paquetes diarios
durante cincuenta años, y encima, cuando palma, su familia le trinca
una millonada a las tabacaleras. De ayudar a bien morir, ni te digo. Y
no hablo de eutanasia, sino de que te alivien el trámite cuando estás
listo de papeles. Pero allí, con semejante presión, teniendo en la
chepa a los meapilas, a los que buscan pasta y a los bobos de
nacimiento, no hay médico que se atreva a tomar una decisión de ese
tipo. Que los alivie su padre, dicen. Y me temo que en España vamos
camino de lo mismo, con toda la cobertura mediática de la Schiavo
aquella a la que le daban matarile o no se lo daban, como a la Parrala;
y las consejerías de Sanidad suspendiendo a médicos por sedar a
pacientes en las últimas, como si lo ético fuese que palmes aullando y
nadie haga nada. Al final van a poner esto difícil de narices. Y cuando
me llegue el turno, seguro que me joden vivo. Ni aspirinas me van a
dar. Para que todos esos capullos en flor puedan alardear de
socialmente correctos, voy a terminar echando espumarajos, como un
perro. Mentándoles a la madre.
Así que aprovecho para ponerlo negro sobre blanco, y que esta página de El Semanal valga como documento notarial, llegado el caso. Si cuando me toque
decir hasta luego Lucas no consigo organizarlo a mi aire, si el mar no
colabora espontáneamente en el asunto, o el Alzheimer no permite que me
acuerde de dónde está el gatillo de la pistola, y por mi mala estrella
termino en un hospital, con las limpiadoras afiliadas a Comisiones
Obreras -las del folleto feminista del otro día- pisándome el tubo del
oxígeno, háganme un favor. No es lo mismo acortar la vida que acortar
la agonía, así que no me fastidien. Tampoco vengan a darme la murga con
gorigoris, velitas encendidas y pazguatos arrodillados en la acera con
los brazos en cruz bajo pancartas proclamando que mi vida es sagrada.
Mi vida -lo dice el propietario titular- no es más sagrada que la de mi
labrador Mordaunt o la de los millones de seres humanos que,
como el resto de los animales y las plantas, han pasado por este mundo
cochambroso a lo largo de los siglos y la Historia, y seguirán pasando.
A ver quién puñetas se han creído que somos. Por eso, el médico que,
con mi consentimiento o el de los míos, decida aliviarme el trayecto
ahorrándome sufrimiento inútil, nunca será un asesino, sino un amigo.
Mi último amigo. Que otros hagan lo que quieran con sus vidas, pero a
mí permítanme no perder la compostura. Déjenme morir tranquilo.