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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 07/9/2008
Hace muchos años, cuando algún cantamañanas intentaba hacerse
socialmente grato con zalemas y sonrisas, un familiar muy cercano y muy
querido solía comentar aparte, en tono ecuánime, dirigiendo a veces una
sonrisa cortés al interesado: «Es simpático, el imbécil». Me ha
recordado eso la última campaña de consejos automovilísticos en
autopistas y autovías españolas. Había allí mensajes razonables, por
supuesto. Informativos y útiles. Pero uno de ellos me hizo recordar la
frase familiar. El mensaje era «Gracias por no correr». Cada vez que lo veía en un paso elevado o una curva, me acordaba de aquello. Son simpáticos, me decía. Los imbéciles.
Es como para echar la pota, creo, lo mucho que a la autoridad competente, sea la que sea, le gustan esas cosas: gracias por no
correr, por no robar, por no matar a nadie. Gracias por ser buen chico,
como nosotros. Por ser una criatura chachi y solidaria, a tono con los
tiempos. Por eso funcionan tales simplezas, supongo, y nos adaptan a
ellas la política y la vida. Incluso hay quien vive de eso: de que
parezca que las cosas realmente son así y es posible vivir en una
permanente gilipollez; creyendo que dar las gracias por no correr, por
ejemplo, basta para que todos seamos mejores y nos queramos más. Para
justificar un sueldo, o veinte millones de votos. Gracias por no
correr, gracias por no conducir mamado, gracias por no reventar al
prójimo, gracias por no asesinar a nadie hoy. Por jugar con nosotros al
buen rollito, colega. Por no pasar de ciento veinte kilómetros por
hora. Tan agradecidos estamos, oyes, que en el próximo control de la
Guardia Civil, los Picoletos sin Fronteras te van a dar un beso en la
boca. Smuac. Por bueno, chaval. Por obediente. Y luego se van a poner a
cantar y a bailar contigo en mitad de la carretera, igual que en Siete novias para siete hermanos,
mientras los demás conductores pasan alegres como en los finales de
comedia sentimental americana, sonríen solidarios y tocan el pito,
felices, chorreando mermelada.
Pues no, oigan. Discrepo. En lo que a mí se refiere, cuando voy por la carretera con un ojo en el velocímetro y otro en los
innumerables hijos de puta que pasan a ciento ochenta, no quiero que
los paneles me den las gracias por no correr ni por ninguna otra
maldita cosa. Nadie va más despacio por eso. Lo que necesito, si se me
calienta el acelerador, es que alguien con autoridad, en los paneles o
en donde sea, me advierta de que si meto la gamba me va a crucificar en
cinemascope. Sin piedad. No quiero sonrisitas, guiños y achuchones
afectuosos, sino que me pongan las cosas claras. «Si corres, te vas a romper los cuernos», por ejemplo, da poco lugar a equívocos. «No te pases un gramo, que te lo pesan», es otra posibilidad. Sin excluir «Como vayas rápido, te metemos el carnet por el ojete», «Recuerda que tu futura viuda todavía está potable» o «Como te pillemos borracho vas a jiñar las plumas, cabrón». Cosas así, vamos. Directas. Elocuentes.
Y es que, oigan. Nada más cursi y empalagoso que el Estado cuando se pone en plan simpático, o lo pretende. Porque el Estado no
puede ser simpático nunca. Lo suyo es recaudar, reprimir, organizar.
Dar por saco. El Estado es el mal necesario, a menudo en manos de
golfos innecesarios. Intrínsecamente antipático hasta las cachas. Así
que no veo por qué sus ministerios, direcciones generales o quien sea,
deben componer sonrisitas cómplices a mi costa. En lo que al arriba
firmante se refiere, el Estado puede meterse el paternalismo amistoso
en la bisectriz. Cada uno en lo suyo, qué diablos. Respetar las
limitaciones de velocidad no es algo que un panel de Tráfico deba
agradecerme. Es mi seguridad y la de otros. Si cumplo, soy un fulano
prudente y razonable. Si no, soy un irresponsable, un cretino y un
desalmado, acreedor a un funeral prematuro o a que me sacudan en la
cresta con todo el peso de la ley. Punto.
En un mundo ideal, tipo bosquecito de Bambi, todo eso estaría de perlas. Valses de la Cenicienta, ya saben. Eres tú el
príncipe azul. Pero éste es el mundo real. La peña sólo respeta al
prójimo cuando no cuesta esfuerzo ni dinero; en lo otro va a lo suyo.
No hay más eficaz apelación a la conciencia de un ciudadano que
prevenirlo por el artículo catorce: si delinques, te molemos a hostias.
Lo demás es demagogia, buenismo idiota y milongas. Y además es mentira.
Las gracias por no correr pueden y deben dárselas los conductores unos
a otros en la carretera. Ellos sí, naturalmente. Pero una Dirección
General de Tráfico, o quien sea, no tiene por qué. Que se ocupe de sus
asuntos y nos evite frasecitas chorras que insultan la inteligencia de
quien las lee. Lo que tienen que hacer los Estados y los gobiernos, y
aquel a quien corresponda, no es derrochar cariñitos, sino eficacia:
guardias civiles que inspiren respeto y radares que trituren carnets.
Machacar al infractor, como es su obligación, y ahorrarnos simpatías
imbéciles.