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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 24/8/2008
A ciertos amigos les ha extrañado que el arriba firmante, que presume de cazar solo, se adhiriese al Manifiesto de la Lengua
Común. Y no me sorprende. Nunca antes firmé manifiesto alguno. Cuando
leí éste por primera vez, ya publicado, ni siquiera me satisfizo cómo
estaba escrito. Pero era el que había, y yo estaba de acuerdo en lo
sustancial. Así que mandé mi firma. Otros lo hicieron, y ha sido
instructivo comprobar cómo en la movida posterior algún ilustre se ha
retractado de modo más bien rastrero. Ése no es mi caso: sostengo lo
que firmé. No porque estime que el manifiesto consiga nada, claro. Lo
hice porque lo creí mi obligación. Por fastidiar, más que nada. Y en
eso sigo.
No es verdad que en España corra peligro la lengua castellana, conocida como español en todo el mundo. Al contrario. En el País Vasco,
Galicia y Cataluña, la gente se relaciona con normalidad en dos
idiomas. Basta con observar lo que los libreros de allí, nacionalistas
o no, tienen en los escaparates. O viajar por los Estados Unidos con
las orejas limpias. El español, lengua potente, se come el mundo sin
pelar. Quien no lo domine, allá él. No sólo pierde una herramienta
admirable, sino también cuanto ese idioma dejó en la memoria escrita de
la Humanidad. Reducirlo todo a mero símbolo de imposición nacional
sobre lenguas minoritarias es hacer excesivo honor al nacionalismo
extremo español, tan analfabeto como el autonómico. Esta lengua es
universal, enorme, generosa, compartida por razas diversas mucho más
allá de las catetas reducciones chauvinistas.
La cuestión es otra. Firmé porque estoy harto de cagaditas de rata en el arroz. Detesto cualquier nacionalismo radical: lo mismo el
de arriba España que el de viva mi pueblo y su patrona. Durante toda mi
vida he viajado y leído libros. También vi llenarse muchas fosas
comunes a causa del fanatismo, la incultura y la ruindad. En mis
novelas históricas intento siempre, con humor o amargura, devolver las
cosas a su sitio y centrarme donde debo: en el torpe, cruel y
desconcertado ser humano. Pero hay un nacionalismo en el que milito sin
complejos: el de la lengua que comparto, no sólo con los españoles,
sino con 450 millones de personas capaces, si se lo proponen, de leer
el Quijote en su escritura original. Amo esa lengua-nación con pasión
extrema. Cuando me hicieron académico de la RAE acepté batirme por ella
cuando fuera necesario. Y eso hago ahora. Que se mueran los feos.
Quien afirme que el bilingüismo es normal en las autonomías españolas con lengua propia, miente por la gola. La calle es bilingüe,
por supuesto. Ahí no hay problemas de convivencia, porque la gente no
es imbécil ni malvada, ni tiene la poca vergüenza de nuestra clase
política. La Administración, la Sanidad, la Educación, son otra cosa.
En algunos lugares no se puede escolarizar a los niños también en
lengua española. Ojo. No digo escolarizar sólo en lengua española, sino
en un sistema equilibrado. Bilingüe. Ocurre, además, que todo ciudadano
español necesita allí el idioma local para ejercer ciertos derechos sin
exponerse a una multa, una desatención o un insulto. Métanse en una
página de Internet de la Generalidad sin saber catalán, por ejemplo. De
cumplirse el propósito nacionalista, quien dentro de un par de
generaciones pretenda moverse en instancias oficiales por todo el
territorio español, deberá apañárselas en cuatro idiomas como mínimo.
Eso es un disparate. Según la Constitución, que está por encima de
estatutos y de pasteleos, cualquier español tiene derecho a usar la
lengua que desee, pero sólo está obligado a conocer una: el castellano.
Lengua común por una razón práctica: en España la hablamos todos. Las
otras, no. Son respetabilísimas, pero no comunes. Serán sólo locales,
autonómicas o como queramos llamarlas, mientras los países o naciones
que las hablan no consigan su independencia. Cuando eso ocurra,
cualquier español tendrá la obligación, la necesidad y el gusto,
supongo, de conocerlas si viaja o se instala allí. En el extranjero.
Pero todavía no es el caso.
Y aquí me tienen. Desestabilizando la cohesión social. Fanático de la lengua del Imperio, ya saben. Tufillo franquista: esa
palabra clave, vademécum de los golfos y los imbéciles. La puta España
del amigo Rubianes. Etcétera. Así que hoy, con su permiso, yo también
me cisco en las patrias grandes y en las chicas, en las lenguas
-incluida la mía- y en las banderas, sean las que sean, cuando se usan
como camuflaje de la poca vergüenza. Porque no es la lengua,
naturalmente. Ése es el pretexto. De lo que se trata es de adoctrinar a
las nuevas generaciones en la mezquindad de la parcelita. Léanse los
libros de texto, maldita sea. Algunos incluso están en español. Lo que
más revienta son dos cosas: que nos tomen por tontos, y la peña de
golfos que, por simple toma y daca, les sigue la corriente. Pero de
ellos hablaremos la semana que viene.