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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 08/4/2007
Veo muy poco la tele. Los Lunnis, fragmentos de Aquí hay tomate, Canal Historia y poco más. Desde hace diez o doce años tengo la sana
costumbre de calzarme cada noche, después de cenar, una película en
deuvedé o en vídeo. En realidad lo de una película por noche es
inexacto, pues a veces despacho dos y hasta tres, cuando se trata de
capítulos de series televisivas a las que soy adicto, como Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, o un reciente descubrimiento que todavía me tiene turulato tras
zumbarme íntegras, en sólo semana y media, sus dos primeras temporadas:
la serie sobre el nacimiento y avatares de un pueblo minero del Oeste
americano titulada Deadwood; que es, después de Sin perdón de Clint Eastwood, lo mejor que he visto sobre el género desde que, de
pequeño, tuve el privilegio -ya no hay privilegios así- de ver en el
cine, comiendo pipas, Río Bravo, El hombre que mató a Liberty Valance y las otras obras maestras del abuelo John Ford. Sin olvidar un
maravilloso hallazgo reciente, que debo a Javier Marías: la miniserie
-o película larga, que tanto da- Los protectores: tres horas dirigidas por Walter Hill, con un impresionante Robert Duvall haciendo de viejo y duro vaquero, en un western de los de antes, de leyenda.
Pero no todo son series guiris. Si de adicciones televisivas se trata, sería injusto no mencionar la única que
puntualmente -siempre la veo durante su emisión- me clava frente al
televisor: Cámera café. La sigo con interés casi fanático,
mientras me arranca carcajadas la chispeante gracia de sus guiones
espléndidos, y admiración el sólido trabajo de cuantos en ella
participan. El desánimo profundo en que cualquier telespectador
razonable puede caer tras un zapeo por las series y programas de más
audiencia, lo cutre de buena parte de las situaciones y la escasez
lamentable de actores -en España creemos que para serlo basta con
ponerse ante una cámara y ser natural como la vida misma- se disipan en
el acto con las peripecias de esa oficina extraordinaria dirigida por
Luis Varela, alias Gregorio Antúnez, uno de los grandes cómicos
españoles, inexplicablemente marginado hasta ahora, a quien admiro
desde los lejanos tiempos de Escala en Hi-Fi y Estudio Uno; incluso desde que tocaba la batería detrás de Concha -entonces Conchita- Velasco en Historias de la televisión.
Todos están perfectos en Cámera café: desde el ratonil representante sindical con jeta de cemento Julián Palacios, encarnado
por Carlos Chamarro, hasta el vigilante nocturno Benito Avendaño,
construido, poniendo acento de su tierra y la mía, por Daniel
Albaladejo; sin olvidar a los otros, a las chicas, a la entrañable
marujona semipija Mari Mar -Esperanza Elipe- y al chulesco chófer
Arturo Cañas Cañas, a quien presta cuerpo y voz Alex O'Dogherty; y al
que, como padre del joven Íñigo Balboa, vimos morir en Flandes en
brazos del capitán Viggo Alatriste. Pero mis iconos personales de la
serie, sin menoscabo de sus compañeros, son el ingenuo Bernardo Marín
-ese magnífico César Sarachu-, la maravillosa secretaria Mari Carmen
Cañizares -Esperanza Pedreño- con su buen corazón y sus ropas
imposibles, y el vendedor Jesús Quesada. A Bernardo y la Cañi, aparte
de admirar el talento de los actores que les dan vida, he llegado a
quererlos con sincero afecto; pero mi gran descubrimiento, el crack de la serie, es Jesús Quesada. Con absoluto desparpajo, Arturo Valls
-de quien hasta ahora yo ignoraba esa estupenda condición de actor-
consigue una creación perfecta, más allá de su papel concreto y del
guión que lo determina. Que levante la mano quien no tenga al menos un
compañero de trabajo, un amigo, un pariente, que encaje punto por punto
en el arquetipo psicológico y el estereotipo social representado por
ese individuo simpático, caradura, golfo, vago, oportunista, putero y
con los escrúpulos reducidos a lo imprescindible. Algo tan nítidamente
nuestro, tan de aquí, como el pincho de tortilla y la cerveza a media
mañana o el toro de Osborne en la carretera. Por eso el comercial Jesús
Quesada es más que un personaje de la tele: resulta un tipo al que
conozco de toda la vida; y que, como sus compañeros de oficina, me
arrima cada noche la caricatura magistral de una España en la que con
humor blanco y amable, sin ofensa ninguna al buen gusto, puedo
reconocerlo, y reconocernos. Ése es, a mi juicio, el gran mérito de Cámera café. La explicación de su éxito. Ojalá dure mucho, y que ustedes lo vean.