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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Durante uno de los últimos debates de investidura brilló con luz propia una nueva estrella parlamentaria: el diputado Gabriel Rufián, de Esquerra Republicana de Cataluña. Nieto de un albañil de Granada y de un taxista de Jaén, el joven independentista, nacido en Santa Coloma de Gramanet, milita en un catalanismo radical del que se nutrió toda su intervención en la tribuna: un discurso a medio camino entre la retórica de Paulo Coelho y el humor de Tip y Coll; con el detalle terrible de que allí, en el Parlamento, el joven diputado catalán estaba hablando en serio. O lo pretendía. Para definir el estilo y al individuo, nada más exacto que el comentario publicado en La Vanguardia por el periodista Sergi Pàmies: «Una cursilería low cost con toques de confucianismo de bazar que, si el espectador supera los primeros momentos de vergüenza ajena, puede degenerar en ternura».
«Soy lo que ustedes llaman charnego», empezó diciendo Rufián, y siguió por ahí. Sentado ante el televisor, asistí fascinado a su intervención. A menudo el joven diputado aludía a cosas de contenido social con las que estoy completamente de acuerdo. Pero lo embarullaba su discurso sesgado, zafio, pobre de sintaxis, hasta el punto de que llegué a preguntarme si se había preparado antes de subir a la tribuna con algún reconfortante volátil o espirituoso. Pero al poco comprobé que nada de eso. Negativo. Aquél era el estilo propio, el tono auténtico. El individuo.
Me quedé de pasta de boniato. Y acto seguido, lo dije en Twitter: «La España que sentó en el parlamento a Gabriel Rufián merece irse al carajo». No me refería a la España catalana votante de ERC, sino a la España en general, en la que me incluyo. «La España de Aznar, de Zapatero, de Rajoy», precisé. Pero como de costumbre, la habitual falta de comprensión lectora hispana motivó una racha de comentarios irritados -«Pérez-Reverte manda al carajo a Cataluña» y cosas por el estilo-, entre ellos uno del propio Rufián: «No se preocupe, que ya nos vamos». Zanjé por mi parte el asunto con un último comentario: «A usted no le llaman charnego en España, sino en Cataluña. Y ése es el problema, creo. Su necesidad de que no se lo llamen».
Y sí. Lo sigo creyendo y lo creo cada vez más. En la biografía de Gabriel Rufián, semejante a la de otros jóvenes independentistas, hay una línea clave: cuando él mismo afirma que descubrió la lengua y la cultura catalanas «cuando mis padres me matricularon en un instituto de Badalona». Es decir, cuando se vio inmerso en un sistema educativo que, desde hace mucho, tiene por objeto cercenar cualquier vínculo, cualquier memoria, cualquier relación afectiva o cultural con el resto de España. Un sistema perverso, posible gracias al disparatado desconcierto que la educación pública es en España, con diecisiete maneras de ser educado y/o adoctrinado, según donde uno caiga. Donde las autoridades locales se pasan por la bisectriz leyes y razones, y donde su egoísmo cateto, provinciano e insolidario, aplasta cualquier posibilidad de empresa común, de memoria colectiva y de espíritu solidario.
Y no sólo eso. Porque en el caso Rufián, y de tantos como él, se da otra circunstancia aún peor: el abandono de la gente, de los ciudadanos decentes, en manos de la gentuza política local. A cambio de gobernar de cuatro en cuatro años, los sucesivos gobiernos de la democracia han ido dando vitaminas a los canallas y dejando indefensos a los ciudadanos. Y ese desamparo, ese incumplimiento de las leyes, esa cobardía del Estado ante la ambición, primero, y la chulería, después, de los oportunistas periféricos, dejó al ciudadano atado de pies y manos, acosado por el entorno radical, imposibilitado de defenderse, pues ni siquiera las sentencias judiciales sirven para una puñetera mierda. Así que la reacción natural es lógica: mimetizarse con el paisaje, evitar que a sus hijos los señalen con el dedo. Tú más catalán, más vasco, más gallego, más valenciano, más andaluz que nadie, hijo mío. No te compliques la vida y hazte de ellos. Así, gracias al pasteleo de Aznar, la estupidez de Zapatero, la arrogancia de Rajoy, generaciones de Rufiancitos han ido creciendo, primero en el miedo al entorno y luego como parte de él. Y van a más, acicateados por la injusticia, la corrupción y la infamia que ven alrededor.
No les quepa duda: en un par de generaciones, o antes, esos jóvenes votarán independencia con más entusiasmo, incluso, que los catalanes o vascos de vieja pata negra. A estas alturas del disparate nacional no queda sino negociar y salvar los muebles, como mucho. Porque yo también me iría, si fuera ellos. Por eso digo que la imbécil y cobarde España que hizo posibles a jóvenes como Gabriel Rufián, merece de sobra irse al carajo. Y ahí nos vamos, todos, oigan. Al carajo.