Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Al principio creí que era simple estupidez; pero rectifico. Es prepotencia, vileza y mala leche. Es la imbecilidad de unos pocos
visionarios analfabetos, aceptada con entusiasmo formal por los clientes
y en silencio cómplice por los cobardes. Como se veía venir, aquel
artículo 22 bis de la ley 56/2003, creado a partir del artículo 5 de la
ley de Igualdad, ha conseguido el sueño perfecto de todo gobernante
totalitario: reprimir hasta el uso de la lengua hablada y escrita cuando
no se ajusta a su concepción del mundo, por muy limitada, inculta o
cantamañanas que ésta sea. Rebajar por decreto, imponiendo el uso
irracional de la fuerza del Estado, la libertad y dignidad del idioma
español hasta el triste nivel de su propia estupidez. De su mezquino
oportunismo político.
Ya no es anécdota suelta, como la que les contaba aquí el año pasado -«Chantaje en Vigo»-.
Ya es violencia sistemática, de Estado, contra el uso correcto de la
lengua española. Penúltimo caso: una empresa de Sevilla que, recurriendo
con naturalidad al uso genérico del masculino -consagrado por el uso,
el sentido común y la Gramática-, puso un anuncio para cubrir «una plaza de programador» en vez de «una plaza de programador o programadora»,
fue obligada por la Inspección de Trabajo a modificar el texto, bajo
amenaza de una multa de 6.250 euros. El argumento diabólico es que,
según la ley, «se considerarán discriminatorias las ofertas referidas a uno de los sexos».
La pregunta es: ¿se considerarán, por parte de quién? Y también, ¿qué
entendemos por «uno de los sexos»? Porque ahí está el truco infernal.
Establecer si el uso del masculino genérico discrimina en un anuncio al
sexo femenino, es algo que la ley no deja a los lingüistas, que saben de
eso. Ni siquiera a los jueces y su presunta ecuánime sabiduría. Quien
decide es cada inspector de Trabajo, según su particular criterio. Como
le salga. Y aunque no dudo que entre los inspectores de ambos sexos -que
a su vez tienen órdenes que vienen de arriba- haya dignos y cultos
funcionarios capaces de distinguir entre incorrección gramatical, uso
machista de la lengua, abuso de poder y simple gilipollez, nadie
discutirá, supongo, que de ahí a convertirlos en policías e inquisidores
de la lengua española, usada por 450 millones de personas en todo el
mundo, dista un buen trecho.
Es aquí donde entramos en la parte diabólica del negocio. Son varios los empresarios que se han dirigido a la Real Academia Española
denunciando situaciones parecidas, en demanda de argumentos o amparo. Y
la RAE, que en tales cosas está obligada a mantener una exquisita
prudencia oficial, responde siempre lo mismo: el uso genérico del
masculino es correcto y aconsejable, la lengua pertenece a quienes la
hablan, no se puede forzar por decreto, y no hay ley de Igualdad que
pueda imponerse sobre la autoridad de la Gramática ni violentar el uso
correcto del castellano. Incluso algunos académicos, a título
particular, nos hemos ofrecido a dar dictámenes técnicos en favor de los
empresarios acosados, e incluso a acudir a los tribunales en defensa de
quien nos pida consejo para defenderse de la desmesura y el chantaje
lingüístico de que es víctima. Pero claro. Ahí está la trampa
ineludible. Eso habría que solventarlo ante un juez, y a ver qué
empresario amenazado por una inspección de Trabajo se atreve a litigar
contra quien puede convertir su vida y su empresa en un infierno. Sólo
de imaginar un juicio, largo y de resultado incierto, les dan sudores
fríos. Y más con la que está cayendo. De manera que el respaldo de
autoridad que la Academia puede dar frente a tales abusos no sirve para
nada, pues el empresario indefenso nunca llegará a exponer su caso ante
un juez: se resigna, modifica lo que le piden, y traga. Qué remedio. Y
así, inevitablemente, la Inspección de Trabajo y los analfabetos
-incluidas analfabetas con nombre y apellidos- que redactaron el
artículo 22 bis de la ley de Igualdad, se apuntan muescas en su infame
navaja, mientras la imbecilidad que tanta risa nos daba hace tiempo en
boca del lendakari Ibarretxe -aquel ridículo «vascos y vascas»-
se convierte, al fin, en chantaje impune, sueño anhelado de feminazis
talibanes y sus mariachis. En arrogante norma inquisitorial contraria a
la lengua, la razón y la justicia.
Así que vamos listos, me temo. Imaginen qué ocurrirá cuando, por ejemplo, un empresario publique un anuncio pidiendo un cantante, y
al inspector/a de Trabajo de su pueblo se le ocurra ley en mano, porque
le da la gana y para chulo él, que el anuncio debe añadir «o cantanta»; y, si hay disponible una plaza de taxista, se especificará también «o taxisto»,
so pena de inspección laboral y multa. Por la cara. A veces me pregunto
si de verdad nos damos cuenta de lo que nos están haciendo. De lo que,
borregos resignados y sumisos, permitimos que nos hagan.