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Textos sobre el escritor y su obra. Revertianos.
JUAN MANUEL DE PRADA - 30/10/2003
Siempre que intento figurarme a Arturo Pérez-Reverte bajo especie
bélica, acude a mí la figura del soldado sin bandera, veterano de todas
las batallas y, sin embargo, todavía invicto. Sé que a él le gusta
compararse, erróneamente, con el mercenario, pero algunas pasiones
antiguas que cultiva con esmero delatan su verdadera naturaleza:
Reverte es, ante todo, un hombre (y un escritor) leal a sus amigos y a
sus enemigos, a sus lecturas y a su vida azarosa, a sus navegaciones y
a sus recuerdos. Hay en él una doble vocación de lealtad y la soledad
que le ha granjeado el encono de los mediocres y la aversión pálida de
ciertos mequetrefes que pululan por los arrabales de las llamadas
"élites culturales". Pero, ¿qué nos importan estos especímenes
subalternos? Reverte nos gusta porque ha hecho de la libertad un modo
de leer el universo y de la literatura una segregación gozosa, una
fiesta promiscua en la que se convocan los fantasmas custodios de
nuestra adolescencia, resucitados por una prosa que tiene algo de
zarpazo y también algo de caricia, una prosa que a veces nos oprime con
el perfume de la pólvora y otras se nos clava con el sabor de una
tristeza que nunca se hace ostentosa, una prosa que, por encima de
cualquier otra consideración, nos contamina las ganas de seguir
viviendo, engolfados en intrigas caudalosas que relumbran en la
oscuridad, como joyas de un brillo que nunca remite.
Me
imagino a Reverte como a un soldado que ha renegado de todos los
ejércitos, desdeñoso de camarillas y conciliábulos, para conquistar el
territorio agreste de su libertad. Me lo imagino también fraguando
sueños que, por la noche, bajo el lenguaje vertiginoso de las
estrellas, traslada al papel, para regocijo de la legión creciente de
sus seguidores. Ojalá nunca deje de soñar.