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Textos sobre el escritor y su obra. Revertianos.
JUAN MANUEL DE PRADA | El Mundo - 30/10/2003
Creo que era Borges quien afirmaba, en algún paraje de su obra, que la
novela policial, aunque leída con desdén por algunos contemporáneos (de
ésos que confunden la literatura con el martirio de las almorranas),
había salvado el orden en una época de desorden. (...)
Los
años han otorgado la razón a Borges, y la novela policial ha acabado
erigiéndose en el prototipo canónico al que cada vez se aproximan más
autores, de forma más o menos velada y desde posturas estéticas
diversas y aun antípodas. Arturo Pérez-Reverte publicó en 1990 La tabla de Flandes,
cuando su obra aún no gozaba del reconocimiento multitudinario que hoy
bendice cada una de sus incursiones en la imprenta. La elección de
resortes policiales como vehículo de sus alardes imaginativos le iba a
deparar, casi instantáneamente, el repudio o la displicencia de esos
dispensadores de bulas que habían pretendido instaurar el reinado de la
novela vagarosa, prolija hasta el onanismo, presuntuosamente
desvinculada del lector. Con clarividencia y cierto espíritu de
kamikace, Pérez-Reverte entendía que el hecho estético, para existir,
requiere la conjunción del lector y del texto; y entendía también oh,
sumo sacrilegio que el entretenimiento y solaz del lector eran las
máximas justificaciones del escritor.
Esta desfachatez
lúdica le granjearía las etiquetas de autor menor o escritor popular,
que es como los dispensadores de bulas designan a quienes no se avienen
a marear la perdiz, cascársela a dos manos y convertir su inteligencia
en una cacofonía tartamuda. Pérez-Reverte acató el ostracismo al que lo
destinaba el veredicto de estos presuntos sabios infatuados, e instaló
su campamento allá donde otros ilustres antepasados suyos ya habían
vivaqueado: Homero, Víctor Hugo, Dickens, Dumas, Stevenson, en fin, esa
caterva de plumíferos de poco fuste cuya central ansiedad fueron las
pasiones y los trabajos del hombre. (...)
Hoy esta herejía ya casi ha sido entronizada como religión oficial,
pero sin el empeño de Pérez-Reverte quizá hubiera perecido en las
hogueras inquisitoriales. En esta labor heroica de reconquista y
arrumbamiento de ciertos embelecos difundidos por los dispensadores de
bulas, ocupa un protagonismo eminente esta novela que ahora tienes
entre tus manos, querido lector. La tabla de Flandes es, dicho con simpleza pero también con honroso laconismo una novela
policial que cumple a rajatabla con los requisitos del género. Pero,
más allá de esta fidelidad, nos importa destacar aquí sus desviaciones,
que atañen a la técnica de la novela, pero sobre todo a su propósito.
En las novelas policiales al uso, la resolución del problema se alarga,
durante 200 o 300 páginas, mediante adivinanzas más o menos tópicas o
hábiles que juegan con la credulidad y el asombro del lector.
Pérez-Reverte no desdeña estos engranajes, sin los cuales no existe
verdadera novela policial, pero los enriquece y perturba con la
intromisión de un elemento que ha caracterizado toda su producción
narrativa: la presencia acechante y fecunda del pasado, proyectando su
sombra sobre el presente. Aquí el enigma lo procura una tabla flamenca
apócrifa, en cuya composición aparentemente apacible se encubre, casi a
modo de jeroglífico, la denuncia de un asesinato.
El desciframiento de ese enigma, sepultado entre la hojarasca de los
siglos, discurrirá paralelo a una serie de complicaciones argumentales
más perentorias, sobre las que esa tabla sigue ejerciendo un influjo de
naturaleza casi sobrenatural.
La gracia de Pérez-Reverte consiste en hacer compatibles ese juego
insinuado de lo sobrenatural con una solución de irreprochable corte
intelectual, en la que el ajedrez se convierte en alegoría de la vida
(y de la muerte) y en hilo de Ariadna que desentraña el laberinto. No
hace falta añadir que ese ajedrez no sólo propicia una solución
ingeniosa que desvela el misterio; también explica los comportamientos
aviesos o ingenuos, rapaces o melancólicos de los personajes.
Pérez-Reverte brinda al lector la posibilidad de participar en un juego
donde se dirime el destino de sus criaturas; y le brinda el regalo de
hacerlo partícipe de los descubrimientos parciales que sobresaltan la
trama.
Pero el ajedrez, así como la visita a ese mundo de avaricias
presuntamente estéticas donde se desarrollan las subastas de cuadros,
antigüedades y demás piezas artísticas, no serían, sin embargo, más que
ornamentos culturalistas si no estuviesen animados por un brío
narrativo y una penetración psicológica fuera de lo común. (...)
Las malas novelas policiales hormiguean de criaturas demasiado
parecidas a fantoches, hermanadas entre sí por vínculos trillados o
previsibles; en La tabla de Flandes,
Pérez-Reverte infunde a sus personajes una temperatura humana donde las
décimas importan mucho más que los grados, donde la ambigüedad moral y
ese doble fondo que todos llevamos escondido en la caja de caudales del
alma quedan al descubierto, pero nunca iluminados por una luz cruda que
mata el misterio, sino por un indescifrable claroscuro de consistencia
casi arácnida, más revelador que la misma luz, pero también mucho más
angustioso y desazonante. He aludido a la consistencia complejísima y
arácnida de los personajes de esta novela (desde los secundarios más
episódicos hasta ese augusto César, anticuario irónico y pletórico de
epigramas), pero no puedo dejar de referirme a las relaciones que entre
ellos se entablan, que son matemáticas e imprevisibles, como los
movimientos de las piezas del ajedrez.
En esa capacidad
para insuflar vida a sus criaturas, para escrutarlas desde la sombra,
para mostrarnos sus lacras con esa infinita cortesía del escritor que
nunca se atreve a juzgar, se hallan algunas de las mejores virtudes de
este libro amenísimo; también en esa convicción muy sutil y algo
sarcástica que profesa el autor, según la cual algunos crímenes merecen
pasar desapercibidos o impunes en la vida, para ser delatados por el
arte. Y es que ya decía Borges que la novela policial es el último
reducto del arte donde aún rige un secreto orden. Un orden a veces
emboscado tras una capa de óleo o tras los gambitos de una partida de
ajedrez.