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Textos sobre el escritor y su obra. Revertianos.
ANTONIO BURGOS | ABC - 07/10/2004
Siempre
envidio a Arturo Pérez-Reverte. Por cómo escribe. Por cómo es. Por cómo
se atreve a decir lo que piensa. Por su temple para saber hacerse
perdonar el éxito, con sus millones de lectores. Un caballero de la
escritura. A quien envidié más todavía la otra tarde. Le acabábamos de
dar el premio Romero Murube. Estaba cayendo el sol. Lo llamé al
teléfono móvil para felicitarlo. Y lo envidié como nunca lo he
envidiado: estaba en Cádiz. A la hora más hermosa de Cádiz, la que
marca el reloj del sol que se pone en la mar, horizonte de esa joyería
de piedras preciosas que es La Caleta. Lo envidié como aquella mañana
que, a bordo del viejo «J.J.Sister», con Miguel de la Quadra, íbamos
por medio del Atlántico rumbo a las Antillas, nos cruzamos con un
carguero y le dije a Alfonso Ussía:
-Fíjate la suerte que tienen los de ese barco: van a Cádiz.
El barco de Pérez-Reverte siempre va a Cádiz, siempre viene a Sevilla.
Está, como Sanlúcar, como las ruedas del vapor «San Telmo», entre
Sevilla y Cádiz. Ha llegado a la sublimación villaloniana: el mundo se
divide en dos grandes partes, Sevilla y Cádiz. Le ha puesto el nombre
de una novela a cada una de las dos partes. A Sevilla, La piel del
tambor; a Cádiz, Cabo Trafalgar. ¿Qué tienen nuestras ciudades que
cautivan a los grandes escritores? No sé si Arturo Pérez-Reverte, de
mayor, querrá ser sevillano o gaditano. Una de las dos cosas, seguro. O
quizá se ha hecho ya mayor, andaluz esencial. De esta Baja Andalucía
donde están las últimas estribaciones de Grecia y Roma. Como un
cargador de Indias genovés o un comerciante placentino, Pérez-Reverte
se ha sentido en nuestras ciudades como en su propia tierra. Las conoce
y las ama. Más que las conocen y las aman muchos sevillanos, muchos
gaditanos. Sus novelas son hijas del amor.
Una noche madrileña entré a cenar en Casa Lucio y el
famoso Pérez-Reverte estaba en la barra. No lo conocía personalmente.
Se me acercó sin darse la menor importancia, y con la generosidad de su
nobleza me dijo:
-Yo daría cuanto he publicado por haber escrito tus "Habaneras de Sevilla". Te las cambiaría a pelo, sin mirar...
Yo ahora, Arturo, te daría cuanto he escrito sobre Sevilla y Cádiz por
tu amor a las dos ciudades que has hecho tuyas. Por tu conocimiento de
sus claves. Puedes estar tranquilo. Ya existen la Sevilla de
Pérez-Reverte, el Cádiz de Pérez-Reverte. Ayer evocabas tu Sevilla a
Pepe Arenzana: «La Semana Santa, la Feria, el Betis no son la Sevilla a
la que me refiero. Cuando digo que la amo, hablo de una conversación
sorprendida en un bar, de dos señoras charlando con el carrito de la
compra volviendo de la plaza, unos amigos cenando en Casa Becerra o ver
amanecer frente a la Maestranza y sentirse como Juncal». Bingo. Una
Sevilla sustancial, con mucha América dentro, con mucho río, mucho
silencio de cal, de patio, de siesta, de piano de una solterona que
llora con un vals de Chopin amores que se fueron a Cuba. Y de Cádiz,
más de lo mismo. Un Cádiz de torres miradores desde las que todavía
(como en «Un siglo llama a la puerta» del olvidado Ramón Solís) se
están oyendo los cañonazos de la batalla de Trafalgar, entre humaredas
de muerte en el «San Juan Nepomuceno» o el "Santísima Trinidad". Cádiz
empezó a perder las colonias aquel día de miradores y olor a pólvora.
En esas colonias sigue viviendo, caballero indiano, este Pérez-Reverte
que nos ha dado el testimonio de amor por ambas ciudades. Tan en
nuestras claves, que al mercado lo llama plaza. Y que se sabe de
memoria el letrero de Felipe Martín puso en su mesón viñero a la
escamada plata caletera, y que inmortalizó en una novela: «Casi tós
estos pescaos han trabajado de extras en las películas del Comandante
Costró».